DIECISÉIS

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¡No puedo creer que sigas aquí! ¡Puedes escapar en cualquier momento y aún no lo haces! Ojalá estuviera en tus pantuflas —no me dirás que estás leyendo en traje de gala—. ¡Si no hubieras llegado hasta aquí, yo te hubiera ahorrado un mal rato a ti y viceversa!

Pero ya está. Cómplices en las buenas y en las malas.

Volvamos a las calles. En momentos como este es bueno sentirse una célula en un torrente peatonal grandioso. Lo mejor sería desaparecer. ¡No te asustes! Con un suicida tengo más que suficiente. A falta de ello, empero, está bien sentirse insignificante.

Quizás podamos aprovechar de dar caza a Pat, el padre de Morton. Sabemos que llegará a la seis a su casa, pero no tengo ganas de volver a ver a Vivi por algún tiempo.

Pat es un tipo fanático al trabajo. Suele ir a la empresa incluso durante los fines de semana. Aparte de ser el jefe es también un perfeccionista; se desgasta excesivamente. Desde que lo conozco tiene canas, figúrate. Adivino que puede estar en el cafecito que está al pie de sus oficinas, porque tiene por ritual pasar por ahí antes de irse a casa. Y si no está o no aparece en menos de una hora, te prometo que me encargaré de los cadáveres por mi cuenta. ¿Trato hecho?

El Café Berlín —sí, ya lo sé, en esta ciudad todas las cafeterías tienen nombres de ciudades— está atiborrado a más no poder. Faltan mesas para la gente que está de pie en la barra. Y no es que sea el mejor, pero su ubicación lo hace un imprescindible para todo aquel que trabaje o pasee por la Avenida.

Gano la apuesta, porque adentro veo a Pat absorto en unos papeles desperdigados sobre una mesita baja de esas que chochan con las pantorrillas y que impiden a los panzudos reclinarse sobre la comida.

Entramos.

—¡Señor Grant!

—Ah, eres —saluda dejando de lado los números que estudiaba. Y es en su vista en donde noto más frialdad que en el tacto de la muñeca de Rosa, cuyo recuerdo me da un escalofrío.

—Supuse que lo encontraría aquí. Tenemos que hablar.

—¿Después de lo que le hiciste a mi hijo?

Me quedo de piedra. Parece que los Grant están más sensibles que nunca. ¿Qué diablos le hice a Morton? Repito exactamente la misma pregunta, porque tengo confianza con el señor Grant.

—Morton está grande y puede elegir a sus amigos por su propia cuenta. Se deshará de los malos y se hará de buenos.

—Soy el más importante de todos sus amigos.

—O lo eras hasta que te metiste con Luci.

—¿¡Que yo me metí con Luci!? Oigo estupideces todo el tiempo, pero esta se lleva un premio.

—Y yo veo caraduras por doquier. Van a mi despacho con frecuencia y después me los encuentro también en las calles.

Técnicamente esa indirecta no va dirigida hacia mí; estamos en una cafetería y no en la calle.

—Pues bien, usted cree que yo me metí con Luci. ¿Puedo saber de dónde sacó esa ridícula creencia?

—Mira, muchacho. Soy viejo. Vengo de vuelta —suspira, pero mantiene el ceño fruncido—. ¡Otra vez me oigo diciendo esto! Es una frase que repito más de lo que me gustaría, porque es una de esas frases que nunca quise blandir en mi repertorio. —No te extrañes si Pat habla así. De toda su familia es el único a quien le gusta leer y sí, tiende a usar metáforas o palabras pasadas de moda—. Estoy viejo y por eso sé leer entre líneas. ¡Está claro que pasa algo entre tú y Luci! Si no, ¿cómo diantres explicas que ni tú ni ella participarais de la despedida que le hicimos el jueves de la semana pasada, un día antes de su viaje?

ENTRAMADOS POR UN CADÁVERUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum