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Pueblo de Cibeles, reino de Eskambur - Jackson Mansion

La novia dio un giro en medio de la pista rodeada por sus amigas, lo que provocó que la falda de su vestido se inflara aún más. Entonces dio otro, luego uno más y seguro que habría seguido girando como un trompo, si no fuera porque la esposa del auto declarado emperador Lucien, la detuvo.

—Elena —Graznó la doncella, que tenía las mejillas coloradas y los sentidos ya afectados por el alcohol —. ¡Elena, detente! —La sujetó por los antebrazos para forzarla a permanecer quieta.

Y no solo porque temía que fuera a caerse, sino también porque la estaba mareando.
La pelirroja dio un paso atrás, parpadeó un par de veces como para aclarar la vista y entonces la miró.

—¡May! —Canturreó estirando los brazos con el fin de abrazarla —. ¡Estoy casada, May! —Apoyó el mentón en su hombro —. ¿Puedes creerlo? ¡Incluso tú estás casada!

—¿Incluso? —Repitió la morena, frunciendo el ceño.

Si, había bebido un poco, pero no tanto como para no diferenciar un halago de un insulto. ¿Por qué ella era un caso que requería usar la palabra incluso? ¡Ja! Damas más desprestigiadas y feas se habían casado en el pasado.

Desprestigiadas y feas, pero no también pobres. Le habría aclarado Lady White ante su observación. Pero gracias a Dios que ella no se encontraba allí. Pues no les habría dejado beber ni media botella de vino en un salón lleno de invitados.

—Gracias por venir, May —La pelirroja la sujetó de la mano izquierda—. Significa mucho para mí —Hipó —. En especial porque se todos los compromisos que tienes.

Maylea se forzó a sonreír con falsa emoción. ¿Compromisos? Lo de ella era levantarse de la cama, ponerse vestidos bonitos y pasear junto a Candace por los jardines hasta que la luna volviera a asomarse en el cielo.

—No podía perderme tu cuento de hadas —Respondió fijando los ojos en el Barón.

—Es un gran hombre —Elena también volteó a verlo.

El gran Barón Erick Jackson, se encontraba sentado en una de las mesas, acompañado por las figuras más ilustres, entre ellas, el propio Lucien de Osborne. Todos bebiendo, fumando y riendo a carcajadas, como amigos de toda la vida o futuros aliados de guerra.

La guerra de las dos joyas de la corona de Rhiannon.

—Ahora entiendo que las cosas maravillosas se presentan ante nosotros de maneras extrañas –Volvió a hablar la nueva Baronesa —. Quiero decir, casi nunca algo es lo que crees que es. Pasé meses en el palacio imperial viendo a esos príncipes y caballeros tan galantes, pero que eran...

—Una farsa —Acotó Maylea, conduciendo sus ojos almíbar hasta Lucien —. Tan bonitos y brillantes, pero falsos.

—Espero que el tuyo sea más que eso —La miró con los ojos llenos de buenas intenciones.

—También yo —No pudo evitar reírse.

Pues en el fondo de si misma y por ridiculo que fuera, sí que tenía esperanzas respecto a Lucien. No quería tenerlas, no entendía cómo llegó a construirlas, pero ahí estaban. Como el monstruo del armario al que le temen todos los niños.

—¡Se terminó! —Elena hizo un puchero al notar el cristal vacío de la copa que tenía en la mano derecha —. ¿Donde están los sirvientes? Deberíamos ir... —Miró a ambos lados del salón en busca del primer tipo cargando una bandeja que transitara por ahí —. Vamos a buscar más vino —Sugirió cuando no encontró ninguno.

Sin embargo, un cántico que a Maylea le resultó desagradablemente familiar, comenzó a alzarse en la habitación. Emergió de todas partes y al mismo tiempo, puesto que quienes lo entonaban eran cientos de invitados.

OSBORNE: El destino de una dinastíaWhere stories live. Discover now