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Ciudad de Ark, Reino de Zoren - Palacio Imperial

Los estandartes se ondearon en el aire mientras caían, eran una pincelada azul sobre los muros de ladrillo blanquecino, que sitiaban aquel camino de pisos marmolados y casi ficticios. Tan resplandecientes como para permitir que la doncella vislumbrara en ellos, de forma breve su propio reflejo, y por supuesto el de Lady White; la elegante mujer que caminaba frente a ella contoneando las caderas con ahínco, la postura recta de siempre y los hombros hacia atrás, al tiempo que su peculiar voz nasal les iba dando explicaciones.

Su nombre era Felicia y probablemente la conocían en cada rincón de la nación en donde hubiesen doncellas, pues toda niña que soñara con convertirse en miembro de la corte imperial, la había escuchado nombrar alguna vez.

¿Y quién no quería vivir en la capital, lucir vestidos exquisitos y conquistar el corazón de algún hombre noble? ¿Quién en su sano juicio, rechazaría el honor de ser la dama de la Princesa y servir al Imperio? Pues nadie. O eso le había dicho a Maylea cada mujer qué se cruzó en su camino hacia allí.

Más no eran los vestidos, la belleza capitalina ni mucho menos el anhelo de caer profundamente enamorada, lo que había llevado a Maylea a convertirse en la dama de la Princesa Gardenia (una de las hermanas menores del Príncipe). Así como tampoco eran satisfactorias las tareas que diariamente debía realizar.

Ella, que fue enviada desde los extensos campos del Reino de Ekios hacia aquel palacio de hierro un año atrás, aún continuaba intentando adaptarse a la vida en la ciudad. A sus reglas, costumbres y prejuicios pero, sobre todo a las apariencias que eran tan importantes como la mismísima vestidura. Solo tenía diecisiete años, mas no tardó en entender que vivir tan al sur del Imperio significaba estar siempre al borde de todo, pues la sombra de un gato podía convertirse con facilidad en la de un león.

Sin embargo no podía quejarse, peor suerte habían corrido las damas de Rose, la otra hermana del Príncipe. Tan hermosa como la primera pero, una veintena de veces más amargada.

—Nada —dijo Lady White con seriedad, al tiempo que detenía el paso. Provocando que las dos damas que la seguían se detuvieran de manera abrupta—. Nada puede salir mal hoy —se volvió para mirarlas a la cara—. La cena, el baile, todo debe ser más que excelente.

Ambas jovencitas asintieron, incapaces de mirar a tan intimidante mujer directamente a los ojos.

—Muy bien —emprendió de nuevo la marcha—. Cómo saben, Lady Cecil se ha casado este fin de semana con el teniente Turner. Y Lady Verónica se encuentra enferma, así que no hay quien atienda a la Princesa Rose...

—Ni quien quiera hacerlo —susurró Maylea.

—¿Disculpe, Lady Jonsdotter? —Lady White la miró de soslayo, con esos ojos gatunos de color verde musgo que parecían atravesarte la piel como alfileres.

—¿Uh? —la morena levantó la cabeza fingiendo extrañeza.

—Quizá si cuidara más esa enorme boca, no llevaríamos un año buscándole marido —soltó con evidente fastidio—. Como decía, una de ustedes deberá atender a la Princesa Rose mientras arriba el reemplazo de Lady Cecil —continuó la anciana, pretendiendo una vez más que la problemática muchachita no había soltado una indiscreción—. Hágalo usted Jonsdotter, ya que hoy luce tan entusiasta —agregó con los labios curvados en una pretenciosa sonrisa.

—Como ordene, mi lady —asintió ella forzándose a sonreír, aun cuando sabía que acababa de ser enviada a su muerte.

Un error por mínimo que fuera, provocaría que la Princesa chasqueara esos delgados dedos suyos y la enviara de vuelta a casa. Y no a la de sus tíos, los Jonsdotter, sino al norte, donde en aquel momento el castillo de su familia se desmoronaba como una montaña de naipes ante una ventisca. Todo gracias a su incapacidad de conseguir un buen esposo.

OSBORNE: El destino de una dinastíaOnde as histórias ganham vida. Descobre agora