—¿Soy tu novia? –preguntó.

—¿Te casarás con él? –replicó él.

—He preguntado yo primero, ¿soy tu novia? –insistió.

—Espero que no lo seas de ningún otro —ironizó él.

—¿Qué respuesta es esa? –protestó Bellatrix frunciendo el ceño.

El mago la miró con su sonrisa de suficiencia y en lugar de responder, la besó. Ella comprendió que Grindelwald no era la clase de persona que utilizaba esos términos ni caía en romanticismos. Solo lo había dicho para incordiar a Rodolphus. Así que se resignó y avisó a Didi para que preparara algo de desayuno para Grindelwald. Cuando la elfina se marchó, el mago la tomó por la cintura y murmuró:

—Nunca me he sentido cómodo empleando esos términos tan sentimentales –reconoció—. Sin embargo, siento una extraña necesidad de que seas mía y de nadie más... así que sí, te considero mi novia.

—Umm... —caviló ella— Creo que no me parece bien que seas tan posesivo.

—¿Yo soy posesivo? –repitió él con incredulidad— Mira mi cuello lleno de marcas de mordiscos, ¡es como si hubiese peleado con un bebé dragón!

Bellatrix no pudo contener la carcajada ante el símil. Efectivamente, el mago lucía pequeñas marcas rojas por todo el cuello. Ninguna grave, solo le había mordisqueado, pero aún así eran visibles. Acarició su pálida piel con las yemas de sus dedos y tuvo que aceptar que igual también era un poco posesiva... Respondió por fin a su pregunta:

—No, no quiero casarme tan joven y no lo haré. Encontraré la forma de evitarlo y mantener mi posición.

—Esa es mi princesa asesina –murmuró él besándola de nuevo.

—Espera, que te curo eso –se ofreció Bellatrix sacando su varita.

—Quieta, señorita Black, no me fio de que lo haga mal y me deje sin cuello –la frenó él—. Tendré que aguantarme y dejar ahí sus marcas territoriales...

Bellatrix disimuló una sonrisa y asintió. Él mismo podría haberse curado en medio segundo, pero deseaba conservar ese recuerdo en su piel. Y eso la hizo absurdamente feliz. Le tomó de la mano y le condujo al comedor donde Didi ya había servido varios platos. La elfina jamás hacía preguntas sobre la compañía de su ama y –todavía mejor— nunca se lo contaba a sus padres. Así que no había problema.

—¿Quieres que te enseñe la casa? –ofreció Bellatrix tras desayunar por segunda vez— No es muy bonita, pero...

—Claro, me encantará.

—Bueno, es importante que no sueltes tu varita en ningún momento, pueden aparecer toda clase de criaturas desagradables... Aunque las peores son mis padres y ellos no están. Ah y al ala este es mejor no pasar, todo está bastante inestable y podría caerse el techo o algo...

—Igual digo una locura, pero ¿nadie se ha planteado arreglarlo?

—Nah, las cosas siniestras y decadentes son marca de los Black. La mansión está diseñada para disuadir a posibles intrusos... Y cumple su objetivo. Aunque las habitaciones importantes están bien conservadas. Mira, esa es la Biblioteca.

Aquella sala impresionó a Grindelwald. Era enorme: decenas de pasillos estrechos con estanterías repletas de libros hasta los altos techos, todo en maderas oscuras de aspecto vetusto. Dedicó varias horas a curiosear los títulos y hojear los que llamaron su atención. Los ejemplares más valiosos (como los libros de genealogía mágica) se guardaban bajo llave en otras habitaciones, así que Bellatrix le dejó tocarlo todo. Después le mostró el laboratorio de pociones de su madre, poseía creaciones únicas y todo tipo de manuales e ingredientes. También le enseñó su cuarto de entrenamiento, la habitación del tapiz de los Black (que tenía su réplica en Grimmauld Place), varias salas de baile, despachos repletos de artefactos prohibidos por el Ministerio...

El profesor y la mortífagaWhere stories live. Discover now