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Sissel tenía expectativas sobre Cooger, expectativas mayoritariamente positivas e influenciables en las que deseaba confiar y seguir para ser dado de alta, pero ahora se sentía estafado, indignado y ofendido como una cachetada bien acoplada en el rostro por un apático muñeco con problemas de tabaquismo que le debe de temer a la abstinencia si no llegase a inhalar unos diez cigarrillos al final del día. Caminó a la salida y llegó al ascensor para largarse a su apartamento, y entre los situados metros de separación desde la puerta a la maquinaria, justo observó uno ya accionado a su descenso. Lo había perdido por atraso, pero el otro estaba a pronto ejecutar su mecanismo de cierre para descender. Sissel se apresuró para anular esa función e ingresar si la suerte le daba de las sobras, pero a su paso, lo daba ya por perdido este otro; empero, del interior alguien le sintió, y presionó el botón de apertura por él. ¡Era Ralsei! Llegando a trote, Sissel pudo entrar, agradeciéndole entre el sofoco al favor que este le había hecho. Y el ascensor comenzó a bajar, sin que el otro dijera palabra de regreso. Ambos se encontraban ahora callados por los delicados asuntos que se tocaron en terapia. La pena seguía penetrando como clavos encendidos al rojo vivo sobre el corazón del caprino, que nunca frenó el canal de lagrimas por lo que sentía.
<<En todos lados se cuecen habas>> recordaba Sissel del historial del diccionario de palabras pasadas de su madre sobre los asuntos depresógenos de otros, y que no era bueno interferir si no se conoce lo que les aqueja; sin embargo, un instinto aún más refugiado e inexorable de su sentido impoluto le alentaban a decir algo en ese lugar, lo que sea; alguna frase de calma, u otra necesaria que ofreciese un poco de consuelo por insignificante que parezca, podría servir para calmar al entristecido.
El oficinista le habló:

--Cooger si que es un hueso duro de roer-- comentó Sissel al chico cabra--. No es lo bastante comprensivo como imaginé que serían los psiquiatras.

No hubo respuesta por parte del afectado.

--Ralsei es tu nombre, ¿correcto? Lamento que te estés sintiendo así. Es mi primera cita médica y...--

El humano ponía empeño en decir algo correcto que trajera de vuelta la compostura en el sollozante, pero en su lugar, el monstruo de azabache malhumoró:

--¡No me hables, por favor! Soy solo un error...

Clamó entre su llanto, y así le dio la espalda al estresado, ocultando el rostro con su prenda y el sombrero, y apoyando su frente en una de las esquinas del elevador. El silencio era ahora una incomodidad más para el bien intencionado. En resumen, respetó la palabra del adolorido, y guardó todo intento de decir algo coherente. Ninguno se dirigió la palabra. Posteriormente, en el lento funcionamiento del montacargas, un oxidado malfuncionamiento de una desatendida mantención dio como resultado, la detención del elevador entre el cuarto y tercer piso. Una negligencia mecánica que creó un corto pero repentino parpadear de efecto estroboscópico sobre las cabezas de Sissel y Ralsei fue serio; suficiente ansiedad lograda en eficacia y a corto plazo para que el animal de verdes colores comenzara a preocuparse:

--¡Oh santo Dios! ¡El elevador se ha detenido!-- expresó con un respingo del susto--. ¡Nos hemos quedado atrapados! ¿¡Qué pasará con nosotros!?

--Conserva la calma, por favor-- dijo Sissel--. ¡Mira! Hay un comunicador en el panel de botones. ¡Nos servirá para pedir ayuda!

Tras presionar el botón y hablar, con buena conveniencia de pocos intentos alguien desde el parlante receptor contestó:

--Todo está bien, no hay nada qué temer. Quédense tranquilos, esto es una maña rutinaria del viejo elevador--excusó de seguro el auxiliar--, pasa todo el tiempo. En menos de veinte minutos estará operativo el elevador; mientras, tengan la bondad de ser pacientes.

Psiquiatría: La búsqueda de la felicidad.  Där berättelser lever. Upptäck nu