--¿Usted fuma, Sr. Sissel?-- le preguntó el médico al joven, ofreciéndole un cilindro blanco de su cajetilla personal para entablar una pronta amistad.

--No, gracias, no fumo.

--En ese caso, espero que no le moleste el humo. Fumar me ayuda a veces a entender con eficacia a mis pacientes.

Guardó la cajetilla, y continuaron enfilando el pasillo. por su parte, Sissel le seguía, tan solo limitándose a las respuestas monosilábicas por su mal físicomental (quizá por nerviosismo o por el notorio aroma y las cenizas mal barridas del pasillo, quizá por sentir que eso no era familiar. No lo comprendía a ciencia cierta), hasta que dejando atrás una cierta cantidad de salas de puertas cerradas, el psiquiatra abrió una pequeña, una más privada con hermosas vistas de la gran ciudad de Ebott. Tan solo un diván de liso chocolate, una silla de madera acolchonada del mismo material, y una mesita de centro con un cenicero a medio llenar de colillas, eran lo que ocupaba algo de volumen en el lugar.

--Recuéstese por favor, Sr. Sissel-- habló Cooger tomando asiento-- es hora de comenzar a expresarnos.

<<¿Qué es normal? ¿Existe una definición de la palabra "normal"? No. No hay una denominación que se le exprese mejor entre tantos millones de seres en el mundo>> Sissel se repetía esas frases mirando las bombillas apagadas del cielo falso, viendo desde el rabillo de su ojo como su nuevo mentor encendía quizá el cuarto, quinto... o el octavo tubo cancerígeno al caso de la decoloración amarillenta en sus dedos derechos. Sissel seguía observando su punto de enfoque, disuadiendo a la mente, y articulando su lengua en el paladar en silencio, y repitiendo.
Nada es normal. Nada nunca lo ha sido.

En una cita de al menos treinta minutos casi exactos (o de dos cigarros) Cooger indagó a conciencia sobre la situación psicológica de su nuevo paciente, tanto de su pasado como lo que pudo del presente actual, pero no se hallaba en conformidad. El joven le confesó todo lo que pudo recordar; hasta de las actuales razones laborales por las que se presentaba ahí obligado, ahora eran oídas por el terapeuta. Cooger anotaba puntos descriptivos y destacables de esa conducta cognitiva y conductual; todo era escrito sobre un portapapeles de madera con pinza, para así solucionar cuanto antes los problemas en citas a pronto continuar.

--Bien bien. Comprendo... Dígame con la verdad antes de que acabemos, Sr. Sissel--preguntaba Cooger al paciente exhalando restos de humo--, se crió en un ambiente diferente, siendo alguien diferente. ¿Qué me puede decir acerca de quienes le enseñaron a ser quien es? Puede comenzar con su madre, por ejemplo.

--Jessica me educó lo mejor que pudo-- esbozó una alegre sonrisa nerviosa al mencionar--. Pasamos por mucho, hasta que quise independencia. Ella ahora vive sola.

--Bien... bien... ¿Y qué hay del hombre de la familia? ¿Puede agregar algo de información sobre el tutor?

Sissel desvió la mirada desde el diván, y la pausa se notó contemplativa, en la sala. Cooger tomó ese silencio, y volvió a anotar algo sobre su carpeta. Ciertos destellos perfectos emitieron el anillo sobre el muro.
Volvió a realizar la última pregunta, por la hora:

-- Sr. Sissel, ¿usted a qué le teme?

--¿Que a qué le temo?-- se repitió la pregunta sorprendido el humano--, la verdad, y-yo no lo he pensado. Al futuro, o quizás a perder mi empleo...

El doctor analizó esa forma titubeante de responder en el joven, y anotó una vez más. En su expresión facial se marcó rápidamente una conclusión superficial que Sissel no le pudo dar en su momento, como si aquello como formula de respuesta simple, se la hubieran susurrado en el oído de una manera dulce y encantadoramente satisfactoria para darle en qué pensar al interrogado: <<El humano está con un pie dentro del manicomio.>> Fue algo que Sissel no pudo saber a ciencia cierta en esa anotación.

--Bien Sr. Sissel, le seré breve: usted está sometido bajo una enorme carga de ansiedad. Está comenzando a sufrir ataques porque su cerebro no sabe cómo mermar el estrés-- le explicó Cooger al humano--. Comprende la seriedad de su problema, ¿verdad?

--No lo suficiente.

--Para darle solución a esto necesitaremos de terapia para llegar al núcleo del problema --resumió Cooger, y pronto agregó para terminar--, pero no cualquier tipo de terapia: le incorporaré el viernes de esta misma semana en una terapia de grupo a las catorce horas. Sepa usted que, a pesar de que se desconoce mi nombre por muchos, se me es considerado por antonomasia entre los recuperados como "el salvador de lo insólito ". Si pone de su parte, le ayudaré; téngalo por seguro.

Apagó el filtro consumido en el cenicero, y escribió en una pequeña nota el nombre de un medicamento a comprar bajo prescripción médica validada con la curva de su peculiar firma elegante:

--¡Media pastilla! ¡Ni más ni menos! Úselo solo en casos de emergencia, Sr. Sissel, ¿está bien? ¡Solo en casos de emergencia!-- incorporó para entregársela al paciente; igualmente le mencionó sobre el proceso, de una necesaria licencia médica que anulará las actuales vacaciones que posee, incorporando por el momento una razonable cantidad de treinta días notificadas por correo electrónico al empleador. Estrechó su enorme mano semi arrugada a los pequeños apéndices articulados de Sissel hasta envolvérsela por completo, para dar por terminada esa primera sesión de psiquiatría. hasta el viernes le dijo el doctor, y le despidió con palmadas pesadas sobre el hombro derecho a su nuevo cliente.

Un clima de calidos brillos, y un sol que clavaba su luz a la vista como proyectiles eran el ambiente de la gran ciudad de Ebott. Sissel se quitó su chaleco, llevándolo por sobre el brazo derecho, remangó los brazos de su camisa, abrió un poco más el cuello de la prenda separando desde las solapas de esta para ventilar el pestilente hedor de los venenosos aditivos del tabaco, y caminó entre pasos dubitativos a la búsqueda del fármaco requerido. La prescripción pedía al uso de Clotiazepam de 10mg; un fármaco psicotrópico inicial para su estrés. Lo consiguió sin problema por el comprobante y, gracias al escrito indicativo de la nota, sabría bien cómo medicarse.
Solo en casos de emergencia, se mencionó internamente.
Ahora su objetivo era llegar al refugio que desde siempre le ha brindado esa falsa seguridad de una zona de confort.
Todo su problema no era normal. No lo era para nada, se lo pensaba reiteradamente, haciendo memoria de cada segundo que habló con el psiquiatra, imaginando los peligros (los verdaderos peligros) o los males contraproducentes de manejar una vida que funcionase en base al estrés y los ataques como motor de inicio. Algo así terminaría por reventarle el corazón a cualquiera como un jugoso tomate en estado de madurez siendo apretado con máximas fuerzas por las falanges de las manos. Eso, si es que no se detiene antes a causa de una miocardiopatía general...

Almorzó en el hogar con mismas complicaciones de la mañana, y el resto de su día continuó igual; no obstante, era un comienzo de minúscula positividad para alguien que no siempre logra ver el vaso lleno ni a medio llenar. Le daba algo en qué aferrarse a esos problemas suyos, además, estaba cumpliendo con la condición del empresario; hasta tenía la simple pero infalible calidad de un medicamento ansiolítico que de seguro mejoraría un poco su vida bajo el dopaje y los drogados sentidos tan carentes de su alejada naturalidad conductual.
La oscuridad se alzó con gloria horas después, cubrió el occidente con el velo de la medianoche, dotando al cielo con el brillo de mil diamantes para los viajeros soñadores; eso era un camino que los intensos malestares retiraban en Sissel desde que fue victima de su primer ataque aquel martes por la madrugada. Una extraña sensación comenzó a calar por su cabeza, y eso era lo que le mantenía despierto a esa hora, viendo incómodamente difuminada la poca luz artificial de su ambiente, como si los escasos trazos de iluminación que le acompañaban en su desvelo fueran la obra de un dibujante inspirado; uno que definió sus líneas por sobre la mente turbia del humano en finísimas barras de carboncillo, para luego frotarlas a su vista hasta serle irreconocibles. Su cabeza la sentía por completo aireada en el interior. Esa ofuscación encendía las balizas de emergencia en su cerebro. ¡La pastilla, la maldita pastilla! Recordó impelido a esa urgencia, la cual se encontraba en uno de los bolsillos de su pantalón a medio doblar en el banco de su habitación. Con un efecto respingante de resorte se levantó, eludiendo su truculento miedo, con excitación en su cuerpo y en sus pavoridas confusiones buscando denodadamente el arma farmacológica para espantar al intruso de su morada neural: eso era la mente, y la ansiedad, quien irrumpía propiedad privada.
¡Debo defenderme. Debo defenderme pronto! Repetía para adquirir coraje.

Psiquiatría: La búsqueda de la felicidad.  Where stories live. Discover now