CAPÍTULO LIX

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Sangre, sangre, sangre.

Ese líquido rojizo era lo único capaz de distinguir a dónde quiera que mirase.
Me dolía tanto la cabeza que por un efímero instante realmente creí que iba a desmayarme. Intenté ponerme en pié; traté de todas las maneras posibles llegar hasta su cuerpo, ahora inmóvil. Pero ni siquiera yo podía moverme, no lograba oír nada; los gimoteos adoloridos de Lisa habían cesado varios minutos atrás, dejándonos sumergidas en un amargo y frívolo silencio.

Silencio, silencio, silencio.

Ni siquiera los sonidos de la naturaleza creaban un mínimo eco en el lugar. No había viento, pájaros piando, o ramas crujiendo. Solo silencio.

Tic tac, tic tac, tic tac.

Teníamos que levantarnos, teníamos que movernos; pronto vendrían a por nosotras y no nos quedaba tiempo.

¿Que cómo habíamos llegado hasta ese punto? Bueno, supongo que tendré que retroceder unas cuantas horas para poder contarlo.

Los termómetros en el poblado marcaban dieciocho grados. Sin duda, nos encontrábamos en el día más caluroso del año hasta la fecha. Y eso, aunque poco, me había alegrado el día.

Tras una de nuestras intensas sesiones de hurto y sustracción, regresamos a la cabaña cargadas con montones de bolsas llenas de comida y cosas varias... que sinceramente, no necesitábamos. Por el momento robar se nos estaba dando de maravilla, pero los vendedores empezaban a darse cuenta de las desapariciones y cada vez estaban más atentos. Cosa que nos dificultaba la tarea.

La cuestión es que hoy era día de limpieza; Lisa y yo nos habíamos repartido con anterioridad las habitaciones, y en ese momento yo me encontraba en el salón, limpiando las toneladas de polvo acumulado por años, en los antiguos muebles de madera de roble.
De repente escuché el llamado de la pelirroja, y por el tono asustado que utilizó, deduje que había roto algo de valor, otra vez.
No obstante, lo que me encontré al entrar en mi habitación no podía estar más alejado de mis conclusiones iniciales.

Lisa estaba parada frente a la cama; tenía el rostro contraído en una mueca de sorpresa y la boca tan abierta, que parecía que se le había desencajado la mandíbula.
Al percatarse de mi presencia, giró la cabeza en un ángulo casi sobrenatural y elevó su temblorosa mano derecha, la cual sostenía un viejo rifle de caza.

Un maldito rifle de caza.

Abrí la boca tanto o más que ella; el impacto fué tal que tuve que sujetarme al marco de la puerta para no caer de bruces contra el suelo.

Un maldito rifle de caza. O una escopeta, la verdad es que no sé lo que era con exactitud.

Lo único que recuerdo es que solo pude pensar en una cosa:

Ilegal, ilegal, ilegal, ilegal. ¡Muy ilegal!

– De-de... de dónde... ¿de dónde has sacado eso?– logré balbucear.

– Yo-yo estaba limpiando... Estaba limpiando como me pediste.

– Te he preguntado de dónde lo has sacado, no lo que estabas haciendo–. Me aproximé lentamente hacia la pelirroja sin salir de mi asombro.

– Estaba debajo de tu cama. Dentro de una caja metálica.

– ¿Había algo más?– le arrebaté el rifle de las manos y lo analicé detalladamente; era muy pesado y tenía algunos detalles labrados en oro.
¡En oro! ¡Oro de verdad!

– Sí...– murmuró.

– ¿El qué?– pregunté sin dejar de admirarlo.

Balas. Balas de plata.

INVICTUSWhere stories live. Discover now