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La música pop típica de los gimnasios resonaba en la habitación de Jared, vibrando entre las paredes color chocolate. El chico realizaba una intensa serie de ejercicios en un intento desesperado por olvidarse de todo y de la frustración que sentía. Nada salió como lo había planeado, desde la apuesta hasta las notas de la escuela. Por eso se aisló de todos

     La puerta se abrió abruptamente, un aroma a colonia costosa impregnó la habitación, invadiendo cada esquina y rincón oscuro de la misma. Un hombre de baja estatura ingresó a paso acelerado pero firme y se paró en seco frente a Jared, quien se incorporó de la colcha apenas se percató del otro.

     —Baja el maldito volumen.

     —¿Qué? —Cuando Jared pausó la aplicación de su teléfono el parlante con bluetooth se detuvo—. ¿No vas a gritar?

     —Estoy con visitas. Ponte desodorante y baja.

     —Ya, lo haré —el chico chasqueó la lengua.

     Cuando este abandonó su cuarto, Jared volvió a acostarse sobre la colcha. No quería ir a saludar, sabía muy bien que lo hacía para quedar como un padre presente frente a sus citas.

     —Viejo zorro —lo insultó entre dientes.

     Caminó hasta su cómoda, aplicándose el desodorante que dejaba sobre este. Sacó una remera negra del cajón superior, dejando a la simple vista una foto de él de niño junto a un bebé. Apena la ocultó entre el resto de la ropa, cambió de idea y optó por darse un baño. Sabía que su padre ignoraría su existencia al menos quince minutos más, tiempo más que suficiente para ducharse.

     No bien terminó secó su cabello con una toalla y lo peinó. No pudo evitar observar su propio rostro en el espejo, salvo por el cabello oscuro, poseía los rasgos físicos de su madre: ojos almendrados color verde, cejas gruesas, nariz recta, boca ancha y rostro ovalado. En cambio su carácter era similar al de su padre, por lo que su mirada era inexpresiva, mientras los ojos reflejaban una intensidad brumosa.

     Ya listo bajó a la sala ubicada en el primer piso. Divisó al hombre en un traje negro y a una mujer castaña con un vestido azul marino bebiendo una copa de vino en el sillón. La desconocida lo saludó mientras su padre lo presentó con una sonrisa:

     —Este mi hijo, Jared.

     —Ustedes son parecidos, Spencer. Igual de guapos —comentó la mujer, estrechando su mano—. Mi nombre es Lily.

     —Supongo, somos padre e hijo —precisó con sarcasmo y con una sonrisa carismática—. Van a cenar, ¿cierto? Aprovecha que mi padre invita.

     Lily soltó una pequeña carcajada ante el comentario ingenioso de Jared, ignorando el sarcasmo del inicio. Este advirtió por el rabillo del ojo que a Spencer no le causaba tanta gracia, a juzgar por la mandíbula tensa y el rostro endurecido.

     —Lo voy a disfrutar entonces —prometió, cubriéndose ligeramente los labios, como quien cuenta un secreto.

     Spencer se llevó la mano a la boca y se aclaró la garganta. Una tos fingida fue más que suficiente para atraer la atención tanto de su hijo como la su cita:

     —Tenemos que irnos o llegaremos tarde al restaurante.

     El hombre cortó el ánimo festivo de un golpe, por lo que muy pronto reinó el silencio. Durante esos segundos Jared intercambió una mirada seca con su padre: tenían el acuerdo tácito de que no se meterían en los asuntos del otro si mantenían las apariencias de ser una familia armoniosa. Donde se rompiera ese acuerdo, la paz frágil y silenciosa desaparecería y comenzaría una guerra tóxica entre ellos.

Rompimos la tramaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora