La espuma de las olas

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Llegamos a la playa cerca de las 12. Aparcamos el coche en la sombra y, como en esa asfixiante mañana de mayo el calor era inhumano, lo primero que hicimos en cuanto pusimos las toallas en la arena, fue darnos un baño con Baloo atado. Corrimos al agua entre risas y "eh, mueve ese culito o te haré más de una aguadilla". Baloo solo corrió. Corrió y corrió a nuestro lado, como si todo lo que le ofreciéramos fuera a ser bueno y él lo supiera... y confiara en ello.

El dolor físico y mental era fácil de olvidar en aquellos momentos. Ese dolor que te toca aguantar no por mala suerte, sino por ser, simplemente, humano. Y estar vivo. Pero toda una vida de, aproximadamente, 80 años viviendo de esa manera, no parecía suficiente.

Nadamos los tres largo y tendido hasta que sentimos que faltaba poco para que nos fusionáramos con el mar y acabáramos transformados en peces de escamas de colores. Al salir, atamos a Baloo a la sombrilla y disfrutamos de aquel día así, entre el agua, la sombra y el sol. Entre tuppers con carne, pan, arroz y ensalada. Nos cansamos de los gritos alegres de los niños jugando a las palas, la arena que molestaba en los ojos y la comida recalentada a las 11 de la noche, hora en la que cerramos nuestra tienda de campaña y Baloo cayó rendido al instante. Y digo solo Baloo porque nosotros tardamos horas en dormirnos. Estuvimos hablando y haciendo el amor hasta que acabamos de cansarnos por completo. Y entonces, y solo entonces, también nos quedamos dormidos, mecidos por el ruido del impacto de las olas en las rocas, mecidos por la presencia del otro, y nuestras manos entrelazadas.

Así fue como desperté con su mano acariciando la mía. Con Baloo con ganas de hacer pis. Con el sol entrando por las rendijas que Trena había abierto. Tras nuestra mañana allí, volvimos a casa para comer. Habíamos tomado unos zumos y unos mini sándwiches para desayunar que no saciaron nada. Así que, al llegar y retomar nuestras vidas (y comer como cerdos), estrenamos aquella tarde de domingo juntos. Ambos trabajábamos los sábados, pero aquel fue una excepción, de ahí que hiciéramos la escapada el sábado.

Mientras intentábamos dormir para afrontar el duro lunes que nos esperaba, recordamos el bonito paseo por la playa que hicimos al atardecer. Apenas quedaba gente, y nosotros llevábamos una sudadera puesta. Con una mano sujetaba la correa de Baloo y, con la otra, a Trena. Caminábamos despacio, descalzos, disfrutando del paisaje, de la brisa marina y de la conversación. Cerranos el paseo con una foto a Instagram de los tres. Pero aquello solo era el breve adiós a la playa. Porque para nuestro adiós, aún quedaba.

Decir "te quiero" no valeWhere stories live. Discover now