28. Hijos de un dios infinitesimal pt.7

51 7 11
                                    

El monótono rugir del aire acondicionado era lo único que hacía soportable la densa y pastelosa música del saxo de Kenny G. que flotaba en la sala de espera.

Tras un cuarto de hora de tensas miradas hacia nuestros rostros y hacia la puerta de la calle, Arturo cedió finalmente al paroxismo cuando la puerta se abrió y salió Martirio Dolores con un enfermo que tenía un pañuelo empapado en sangre puesto en la encía. Palmira y mi madre sujetaron por los hombros al valiente exlegionario, que no hacía más que repetir:

-Mamá, que ya no me duele la quijá, amono.

-Mamá, qui no quiero que'za mujé me toque la boca.

-¡Mama, que ya no me duele quijá....! -pero Martirio, inexorable como la parca, y con las mismas curvas, que todo hay que decirlo, le dedicó una mirada autoritaria desde detrás de la montura de sus gafas, y su rostro de belleza picassiana indicó el camino a seguir por el pobre pensionista que se aferraba a los brazos del sillón de skay en el que se hallaba sentado.

-Venga, papá, no zea cobardica -le reprochó su mujer.

De mala gana y con las orejas gachas se dirigió hacia la habitación, las pupilas dilatadas por el efecto de la adrenalina.

Mi madre pasó tras ellos y la puerta se cerró sin hacer el menor ruido.

Palmira volvió a bajar la vista y el dedo al Interviú que estaba descifrando, y yo volví a mirar por la ventana hacia el mar de antenas y azoteas que se extendía ante mis ojos.

Al momento ambos nos miramos sorprendidos. De detrás de la puerta nos llegó un terrible estruendo de golpes, un tintineo de piezas metálicas cayendo al suelo y un alarido espeluznante:

-"!!Que ma pinchoenlaensía!!¡¡Que ma pinchao la ííííaaa...!!"

Un silencio aún más desconcertante invadió la estancia por unos segundos, tan sólo para ser roto de nuevo por la voz de Arturo, esta vez más ininteligible.

-¡¡E me paha la oca, e no e la jiento!!¡¡e a paja la OCA!! ¡¡Ahá, eta tía ma tontao a lengua!!

-¡Que no Arturo, que eso es la anestesia! -oí decir a mi madre.

-¡Ka Nastasia ni Anastasia!, ji a tía fea ejta za amaba Artirio!¡Hi a mi no mengañe, ki yo zío leionario y por la mae e me arió...! -la conmoción sicológica había empezado a hacer efecto. Alarmado entré en la habitación encontrádome una escena tan dantesca como irrisoria.

Martirio se hallaba sentada de culo en el suelo con las gafas cruzadas en el rostro, una jeringuilla en la mano y los pelos de la barba y la verruga manchados de lo que no podían ser si no babas de aquel albañil insurrecto. El instrumental y la bandeja que lo contenía se hallaban desperdigados por la sala y mi madre estaba inclinada sobre el vecino que, hecho una furia y mordiéndose la lengua que le colgaba flácida y sin sentido por la comisura de los labios, gritaba y pataleaba a diestro y siniestro.

-¡Felio, tú que tienes más fuerza, ayúdame a ponerle las correas!

Aquello parecía el principio de una snuff movie. Cual Rodríguez de la Fuente atrapando una anaconda, esquivé como pude los mocasines de diseño y me acerqué a cada uno de los antebrazos, cerrando las hebillas.

Martirio se incorporó alisándose la bata. Tras recomponer su aspecto dedicó otra de sus sádicas miradas menguelianas al ahora gimoteador individuo.

-Tranquilo, Arturo, que es por su bien -trató de tranquilizarlo mi madre, pero era como intentar explicarle a una cabra por qué la operabas de próstata.

-Wa, wa, wa ... -trató de reponer mi vecino con su ya cuasi inconsciente mandíbula. Pero si en condiciones normales era complicado seguirle, el galimatías que ahora chapurreaba quedaba absuelto de cualquier posible interpretación.

Historias que no contaría a mi madre. Volumen 1Where stories live. Discover now