24. Hijos de un dios infinitesimal pt.3

80 6 14
                                    

NOTA DEL AUTOR: recuerda que puedes conseguir el libro completo en:

https://play.google.com/store/books/details/R_R_Lopez_Historias_que_no_contaria_a_mi_madre?id=23dVBAAAQBAJ&hl=es

http://www.amazon.es/Historias-que-contar%C3%ADa-madre-Serie-ebook/dp/B0084PJ73O/ref=pd_rhf_gw_p_img_6


Cuando llegué a la puerta de mi casa, una cuartilla adhesiva pegada en la puerta y firmada por mi madre me llamó la atención:

"Felio, si llegas antes de las 11:30, estate atento y me ayudas a subir el carro de la compra."

Aquella era la excusa perfecta para aplazar mi tarea de estudio. Tras entrar en mi casa a por el libro de pasatiempos, bajé y me senté en el poyo del patio a disfrutar, durante los diez minutos que restaban hasta la hora señalada, de la agradable sombra que proyectaba el edificio de enfrente.

Absorto como me hallaba en ejercitar mi intelecto con un gigantesco crucigrama, que estaba leyendo en voz alta para darme ánimos, no percibí la figura de Cornelito, que, ya algo más calmado, se dirigía con su moto a la salida del patio.

—Pabellón auditivo, —comencé a leer —órgano cartilaginoso que se usa para escuchar —continué —¿Cinco letras, y comienza por O? —me pregunté a mi mismo extrañado, sin percibir que Cornelito me estaba observando.

—¡ORICULAR! —apostilló el susodicho con emoción.

Levanté la mirada sorprendido por tan inesperada y errónea ayuda.

—Oricular —repitió Cornelito en un tono más bajo, con cara de satisfacción.

Sí, ya sé que semejante versión de la palabra auricular en dialecto "so-gili" ni tan siquiera coincide con el número de letras, pero ya he reseñado antes que lo de mis vecinos no tiene explicación. Esto me llevó a formularme una pregunta en voz alta:

—La estupidez: ¿Genética o ambiental? —a lo cual Cornelito respondió poniendo cara extraña y continuando su camino.

Se ve que la presencia de la palabra genética en la frase le había despistado, impidiéndole captar el tono sarcástico de la misma.

En ese momento llegó mi madre, y , cual levantador de piedra vasco, alcé el pesado carro de la compra para comenzar la ascensión, peldaño a peldaño, hasta la puerta de mi morada. Mientras ella buscaba las llaves de la puerta, el piso de mi vecina se abrió inesperadamente.

Mi vecindario, en cierto modo, se podría comparar con un poblado paleolítico, sólo que todos son más brutos, y no tienen ningún tipo de manifestación artística (salvo el Rubens, claro). De hecho, la pasta heterogénea de Neanderthales que forman mis vecinos está trufada con perlas de especial interés, pero la pareja que ahora tenía ante mí se llevaba la palma, y con diferencia.

Allí estaban, de pie en el descansillo, Palmira y Arturo, de Marchena ambos. Palmira, con sus redondeados noventa kilos de peso, repartidos en tres grandes mollas (sin contar su cabeza y su papada) que dividían sus 1'63 centímetros como si de tres paralelos se tratase. Sus gafas de montura de pasta veteada por colores marrones en dos tonos, ocultaban unos ojos pequeños y astutos, que se incluían en una tez morena enmarcada por una esfera de pelo negro y rizado.

Su marido, Arturo, también de piel morena y arrugada por los años pasados a la intemperie, primero en su larga mili (eso os lo cuento ahora después), y luego, en sus incontables jornadas como capataz de una empresa de construcción, nos miraba con su cara que recordaba a un bulldog calvo con ojos de sapo. Tenía dibujada en la misma una expresión de terror y desconcierto impropia de un hombre que había tenido el dudoso privilegio de forjar su carácter cumpliendo el servicio militar en "Siriidni", cuando Franco aún hacía de las suyas, como mostraba el tatuaje de sí mismo con un fez y una camisa de legionario que lucía en el antebrazo derecho. Resalto tanto este hecho, porque mi vecino tuvo la suerte de poder servir a su patria no una, sino dos veces, puesto que, dadas sus pocas luces, no se dio cuenta del malentendido cuando la oficina de reclutamiento le mandó una carta de llamamiento para su hermano menor, que había muerto un año antes, y, al ver sus apellidos en la misma debió suponer que la había hecho tan bien que lo llamaban para que repitiera, y él, como cualquier persona responsable y concienciada de la importancia de la defensa nacional, acudió al llamamiento con una sonrisa.

Historias que no contaría a mi madre. Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora