11. Misión impasible pt.2

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Estaba ya frente a la puerta de mi casa y mi cerebro había terminado de ultimar los detalles finales. Mientras giraba las llaves de la puerta, reí como el sempiterno profesor Moriarti (el de la serie de dibujos, que tenía más gracia). Con otro enigmático “Ja, je, ji, jo, ju” terminé mi almuerzo ante el estupor e intriga de mis parentales, y tras mediar un simple «nada» a su «¿qué te pasa?», comencé a teclear números de teléfono para reunir a la troupe.

Tan sólo faltaba la sintonía del “equipo A”.

Una vez concertada la cita con todos, y mientras bajaba a ducharme, resonaron en mi cabeza las últimas palabras de Antoine por el auricular:

—Vale, allí estaremos, campeón .Pero primero, ¡botellón!

En fin, si uno quería que las tropas lo siguieran debía tener a sus hombres “contentos”.

Vestido para la ocasión, me senté por un momento frente a la ventana para meditar. Con una parsimonia cuasi ritual presioné el botón del play en mi radiocaset, y la tranquilidad de la tarde y el son de los pajarillos cantores se vio interrumpido por el mensaje de justicia del «Screaming for vengance» de los Judas Priest.

A los cinco minutos tuve que apagarlo, a petición de mis amables vecinos y de mi padre, que se había levantado tan sólo con los calzoncillos en plan “Tarzán de los monos de la siesta”, para reprender (una vez más) mi escandalosa actitud.

El resto de la tarde, por el interés que en ello le iba a mi futura descendencia, traté de contener mi entusiasmo. Y cayó la noche, y con ella cayó la implacable sed de justicia que nos reunió en el paseo de la Avenida Parque. Todos ellos escucharon mi fantástico (en más de un sentido) plan con atención, y tras mi arenga se alzó una voz entre los allí reunidos.

—Illo, ¿”Pal whisky”, cuánto ponemos?

Di por supuesto que todo había quedado claro.

El de los botellones es un asunto muy curioso, que casi se podría calificar de fenómeno inexplicable. Se puede estar sentado en cualquier sitio sin que surja un tema de conversación que amenice la jornada, sin embargo, pon a los contertulios de pie en mitad de cualquier fría calle con un vaso de plástico en la mano, y se activará un fenómeno de dimensiones patológicas; la conversación fluirá a raudales y comenzarán a desenterrarse anécdotas y batallitas.

Estoy por apostar que pasaría incluso si los vasos estuvieran vacíos. Es como lo de los perros de Paulov, tan sólo que en este caso los sujetos del experimento comienzan a babear cuando éste finaliza.

Justo cuando acabábamos de servir los primeros “cacharros” se acercó a la reunión un tío de unos veintisiete años, con un aspecto muy correcto.

—¡Ey, tíos, que viene uno de esos “testigos Jorobaos”! —advirtió Ramiro.

—Guarda las botellas, que lo mismo las rompe por sacrilegio, que de los fanáticos estos no se puede fiar uno —recomendó Makcoma con aire preocupado, echando una cariñosa mirada a las botellas.

Historias que no contaría a mi madre. Volumen 1Where stories live. Discover now