19. Misión impasible pt.10

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Antoine llevaba ya más de media hora esperando, sentado junto a un tríptico de carteles que había justo al final de la Avenida Parque, y se había cansado de contemplar la masa oscura de hormiguitas que se movían (porque eso era lo que la limitada visión le permitía distinguir) en espera de ver un manojo de pelos agitarse al viento.

En aquel preciso instante Pepita F., natural de la provincia de _____, volvía del 24 horas de comprar una fregona con flecos, de las antiguas, no esas inútiles que hacían ahora de tiras de nosequé absorbente.

Ella era una mujer de tradiciones.

Se le había roto la suya, tras cincuenta años de servicio. Aquella fregona, que había visto la guerra civil, al hombre posar el pie en la luna, y que, dicho sea de paso, desde hacía quince años, más que limpiar pintaba, había muerto esa misma noche, cuando intentaba fregar los restos de un bote de mayonesa que se había roto mientras su Manolo se hacía un bocadillo, y aquella señora, maniática por naturaleza, no había podido usar la “ballerina de los cojones” y bajar a comprar la fregona al día siguiente, como le había propuesto amablemente su marido.

—La fregona es una institución en esta casa y hay que renovarla, en el acto, aunque sea por respeto a la antigua, así que, Manolito, ya estás soltando la guita, o esta noche ya sabes dónde tienes el sofá y los Playboy.

Heredóla de su madre, que heredóla de su abuela, allí iba ella, en bata de güatiné, con sus babuchas rosas, su nueva fregona en el hueco de la axila, como si de un hatillo se tratara, y contando y recontando la vuelta, pues sospechaba que le habían dado una peseta de menos, ignorante del revuelo de cuerpos de seguridad que envolvía el polideportivo. Una de las preciadas monedas se escurrió entre sus rechonchos dedos. Antes de que rodara hacia la alcantarilla, se dobló con pasmosa agilidad para recuperar semejante riqueza, con tan mala fortuna que, cuando se estaba reincorporando, muy satisfecha de sí misma por su felina actuación (y a sus años), se le volvió a escurrir otra de aquellas monedas rebeldes. Esta vez tardó en cogerla un poco más que la anterior. Los pelos absorbentes de la fregona se agitaron en el aire por segunda vez, como si de una falsa y tupida cabellera se tratase.

Antoine se levantó del poyete de un salto.

—¡Ostia, la señal! —exclamó, y entrecerrando los ojos para ver mejor, se cercioró de que era yo el que la hacía.

—Sí, sí, si hasta lleva los mismos pantalones —dijo nuestro vigía satisfecho de su portentosa visión.

Historias que no contaría a mi madre. Volumen 1Όπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα