Cuando llegué en la madrugada, lo hice tan enajenado de la realidad que la casa y sus muebles se veían borrosos, así como los rostros de Alice y mi padre. Por completo desconocidos, asimilándose a los del sujeto de mi espejo. Solo les respondí a todo con un «sí» y me tiré a dormir sin haberme puesto antes el pijama.
A la mañana siguiente, aunque sabía que tenía el tiempo contado para desayunar y tomar el autobús, me dirigí al árbol navideño. Era de los naturales, grande y frondoso. Sentí el aroma a pino penetrando mi congestionada nariz y me puse a indagar entre los adornos si encontraba algo interesante con que entretenerme; buscaba una curiosidad que me quitase el tiempo y me permitiese echarle la culpa por haber llegado tarde a clases.
La mayoría eran bastones de caramelo, algunos muñecos de nieve y esferas azules dispersas por su extensión. Casi todas eran pequeñas, pero había tres en específico que llamaban más la atención. Tenían motas en pintura blanca y eran un poco más grandes que las comunes, se encontraban juntas y cuando me acerqué un poco más, vi que cada una tenía un nombre escrito: Aaron (por mi padre), Alice y Heather (por la niña que venía en camino).
«Y por supuesto, ninguna para Chris», pensé al mismo tiempo que una sonrisa amarga se posaba en mi rostro.
Me llamé idiota por haberme decepcionado de algo tan cursi y banal. Era solo una esfera, una inexistente figura con mi nombre. Me repetí un par de veces que no había por qué poner una por alguien que era solo un visitante y que pronto se marcharía.
—Chris —me llamaron por detrás, era la voz de Alice.
Extrañado, giré la cabeza y la encontré sentada en uno de los brazos del sillón. Usaba todavía pijama y su cabello rubio estaba alborotado; la panza de siete meses era más que evidente, así como su cara, cansada, pero serena.
—Lindo detalle —susurré al mismo tiempo que señalaba las esferas.
—Gracias —sonrió y ladeó la cabeza—. Aunque siento que la tuya no esté, el sábado que estaba poniendo los adornos se me cayó y se rompió.
«Seguro fue una señal del destino», me dije a mí mismo.
—Venga, no te preocupes —respondí, haciendo un ademán con las manos—. Y lo mejor será que me dé prisa y me ponga a desayunar.
Me incorporé y caminé a la cocina en busca de avena. Cuando pasé a su lado, Alice me siguió hasta allá.
—Ya se me iba a olvidar —expresó de repente—, te compré tu leche de almendras. —Señaló al refrigerador del fondo.
Abrí los ojos, sorprendido, y detuve mi andar.
—Tu papá me dijo que querías ir dejando los lácteos de a poco a poco, así como lo hiciste con la carne —agregó. Su nerviosismo me causaba ternura—. Así que pensé en ti cuando fuimos al supermercado y la vi.
Sin decir nada, abrí el refrigerador y, ahí estaba, ese cartón con almendras en vez de vacas en la portada. Ella tenía razón, mi plan era pasar del vegetarianismo al veganismo, pero haciéndolo paso por paso para evitar descompensaciones. Así lo hice con la carne; primero dejé el cerdo, luego la res, de ahí el pollo, el pescado, los embutidos y ahora me encontraba en lácteos y huevos.
—¿Está bien esa o era otra? —preguntó, nerviosa—. No sé mucho de esos temas y pude haber errado.
—Para nada —respondí. Las comisuras de mis labios se alzaron y tomé el cartón del refrigerador—. Gracias, Alice.
«De verdad, gracias por ese gesto», continué con mis silenciosos agradecimientos.
Me senté en la barra que teníamos para desayunar y ella hizo lo mismo, me sentí perseguido, pero a la vez en calma. No obstante, un estornudo de mi parte interrumpió esa atmósfera.
—¿Te resfriaste? —inquirió.
—Creo —musité, serví avena en un tazón y después leche—, ya iré a la enfermería por una pastilla.
No supe si mi falta de energía se debía a lo que pasó con Harry o a una enfermedad viral real.
—No deberías ir a clase —sugirió—, no te ves muy bien y afuera está helando.
Metí una cucharada de avena con leche a mi boca y mastiqué en lugar de responderle.
—Tu papá tuvo que quedarse a hacer guardia en el hospital —continuó con el mismo tono—, cuando llegue yo le explico.
Fui a ver a Harry para relajarme y olvidar lo sucedido con Joshua, no obstante, solo regresé peor y de paso resfriado. Ya había faltado mucho, pero no tenía las fuerzas para tener de frente a Joshua y hablar de eso, las piernas se me volverían gelatina y seguro caería desmayado por la combinación potente de mi crisis nerviosa con la congestión de mi nariz.
—Te estás ganando un sitio entre mis personas favoritas —respondí después de tragar.
—Es lo menos que puedo hacer. —Encogió los hombros—. Tengo que procurar a mi familia.
Esa palabra se quedó en mi mente un buen rato. Para no responderle, volví a rellenar mis mejillas con avena y leche, como si fuera una ardilla.
—Eres un buen chico, Chris —afirmó con un gesto amable—. Algo serio, pero bueno, ¿sabes? Noté la forma en la que te llevas con tu papá y me dan unas tremendas ganas de intervenir para que por fin hablen.
Como tampoco quería responderle eso, volví a rellenar de avena mi boca.
—Pero él me pidió que les diera tiempo y mientras, yo he decidido que te haría sentir parte, porque al final de cuentas, esta es tu casa también —concluyó con la misma vitalidad.
No pude evitar admirarla como si fuese un ángel. Era mi primera charla a solas con ella y ya sentía que la adoraba por pensar lo que mi progenitor no.
Mi madrastra y yo éramos una contradicción. Alice porque su aspecto se veía apagado, pero su sonrisa y palabras no. Y yo por sonreírle con alegría a pesar de que por dentro me encontraba roto.
Creo que no he mencionado esto antes, pero siempre he pensado que tengo algún tipo de infección viral relacionada con la melancolía.
En el camino de regreso, bloqueé a Harry de todos lados. Él me odiaba y me tomaba por un enfermo. Y yo era un estúpido por querer tenerlo todavía en mi vida. Me juré que ya no más, si Harry me daba por muerto, yo haría lo mismo con él. Aparte, me cuestionaba más que siempre lo que dijo Joshua para joderme.
¿Me había enamorado de Harry?
Me daba igual si era verdad o no.
Esa noche, prácticamente me le había confesado y ahora menos que nunca sabía quién era o qué me gustaba. Mi cabeza se encontraba hecha un lío, así como los luceros navideños del pino de abajo. Todo lo que yo creía de mí mismo se había desvanecido de la nada y aquello era culpa de Joshua.
Si él nunca hubiese llegado a dar clases, yo no habría tomado esas fotos suyas, no las habría usado para chantajearlo, no habríamos salido a beber, y aunque no conocería la obra de Carrington en persona, no habría visto el renacuajo rosa y no le hubiera mandado sus fotos a Harry. Tampoco supiera lo que se siente besar a un chico o estar a punto de tener sexo con uno.
Aunque sabía que me iba a poner peor, me puse a leer La campana de Cristal para ver cómo Esther iba perdiendo la cordura. Me ponía melancólico cada que la leía reflexionar sobre la naturaleza de su indecisión por el futuro y cuando entraba en desesperación al no ser capaz de escribir como lo hacía antes. Incluso, algo en mí se incomodó de sobre manera cuando ella empezó a considerar acabar con todo.
No obstante, solo me detuve al llegar a la parte en la que quedó perturbada después de un Electroshock; Esther me contaba todo de una forma tan visceral y personal que me hizo sentir que quien recibía la descarga eléctrica era yo.
Cerré el libro y lo puse en la mesa que tenía al lado de la cama, me hice un ovillo entre las sábanas y solo dejé un espacio abierto para dejarme respirar y ver. Lo que tenía enfrente eran mis dibujos pegados sobre la pared, la mayoría cosas hechas con pluma negra y algunos de acuarela de pastilla, todos ellos ilustraciones de libros que había leído, animes vistos o de algún paisaje que vi y me gustó.
Aunque ese día los odié más que siempre, ya que pensé en Joshua y en cómo se burló de ellos. Le di la razón, dibujaba como un primate. De haber tenido más fuerzas, me habría levantado a quitarlos, hacerlos pedazos y después, convertirlos en cenizas que se esparcirían con ayuda del viento frío de esa mañana de noviembre.
Una fracción de mí volaría con esas cenizas y creo que también se volvería polvo, aquella parte que me estorbaba para cumplir con mis deberes y mantenerme sobre el «plan».
Me propuse dejar de perder mi tiempo en tonterías y empezar a hacer lo que debía: ponerme a trabajar para salvar mi promedio, entrar a la facultad de Derecho, graduarme como abogado, tener un empleo que odiaré, y casarme con una chica llamada Ashley que seguro me engañaría con un tipo musculoso de nombre Archibald, pero yo tendría la culpa de eso porque de seguro ella se aburriría de mí.
Revisé mi móvil, tenía mensajes de Hannah, Karen y de Jason preguntando dónde me había metido o si seguía vivo. Sonreí con cinismo y apagué el aparato. No me sentía con ánimos para responder. Solo quería encerrarme dentro de una burbuja aislada, que nadie me viera, me hablara o me escuchara en por lo menos cien años y volver a salir cuando todos se hubiesen olvidado de mí.
Cansado de dar vueltas por la cama, me levanté de un salto; sentí el suelo tambalearse sobre mis pies y la debilidad de mis piernas al dar un par de pasos. Toqué mi frente, estaba caliente, seguro tenía fiebre, pero no me apetecía buscar en el botiquín de Alice una pastilla. Lo dejaría pasar, como todo en mi vida.
Seguí mi instinto más bajo y me senté frente al ordenador de escritorio, una de las ventajas de tener padres divorciados era que uno te compraba el portátil y otro el fijo, quizá por su competencia de ver quién era capaz de ganarse más mi aprecio mediante regalos.
Obviamente ganó mi madre y sin necesidad de regalarme algo muy caro, pero por desgracia ella ya no estaba conmigo para poder decírselo.
Me aseguré de que la puerta estuviese cerrada con seguro y conecté mis audífonos al ordenador. Tecleé en el buscador el nombre de una página para adultos y abrí la primera opción que salió. Estuve cerca de media hora escrutando vídeos, porque no me excitaba alguno de los títulos. Además, tampoco era como si tuviera una maestría en ese tipo de sitios.
Anduve de vídeo en vídeo hasta que acabé topándome con uno que estaba protagonizado por dos chicos. Insuflé, las dos voces en mi cabeza comenzaron su discusión y al final, me harté y solo le pinché al vídeo para saciar de una vez mis bajos deseos. Dejé que empezara. A decir verdad, no entendí mucho la situación, ya que hablaban en ruso. Eran dos amigos, un departamento solo y un sillón demasiado sugerente para mi gusto.
Justo cuando uno estaba por meterse el sexo del otro a la boca, escuché un fuerte golpe. Era el ruido que hacía algo al caerse y venía del piso de abajo. Di pausa al vídeo, me levanté con premura y después asomé la cabeza por la puerta, esperando encontrarme con mi madrastra en el pasillo, pero no apareció.
—Alice —la llamé, salí de la habitación y cerré la puerta—. ¿Todo bien? —pregunté con voz temblorosa.
Al no ver respuesta suya, bajé corriendo las escaleras mientras imaginaba la peor de las situaciones. Deseé de verdad que fuera como siempre y que solo se tratara de esa manía mía de pensar en el escenario más catastrófico.
Por desgracia no fue así; a los pies del árbol de Navidad y con algunas esferas quebradas a su lado, se encontraba el cuerpo inconsciente de Alice.
Hola, conspiranoicos.
Después del último capítulo, pudimos ver que Chris no quedó muy bien y quizás ahora su situación empeore.
Ahorita hay muchos sentimientos porque era necesario, pero pronto volveremos al salseo y a las ocurrencias de Chris.