Atraviesa el túnel o muere en...

By MorenoDanielFelipe

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Cuando un adolescente promedio se entera de la existencia de un misterioso túnel, se obsesiona con atravesarl... More

De cómo todo se fue al carajo
Jodida adolescencia
Cuando el dolor acecha
La soledad
El olor de la pólvora
Tensando la cuerda
Fractura expuesta
Mirando al abismo
Ojo de barracuda
Aguda obsesión
Una herida invisible
A, B, C...
Patio Nº 4
Un propósito superior
Madera vieja
Un esfuerzo por perdonar
Una vida mediocre
Piensa rápido
Defensa feroz
La luz del sol
Victoria
Ejército de Recuperación Nacional
Alta traición
Lindo jardín trasero
Aquella cicatriz
El cielo y el mar
La muerte de una burbuja
Sangre, lágrimas y ceniza

Otro mundo

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By MorenoDanielFelipe

No vale la pena recordar el odio, la incertidumbre y la extrañeza que me produjo saber que Gustavo me había cambiado los papeles, y que ahora yo tendría que ir a la cárcel por su culpa. Solo intenté asumirlo con la mayor calma posible, y con rapidez dejé de tenerlo en mente a él para concentrarme en lo que yo buscaba conseguir, así que crucé la puerta con el papel de la misión en la mano, en medio de una oscuridad absoluta y con el vaivén del olor a gasolina, que a ratos podía pasarlo por alto.

No pasó nada. Sentí que el tiempo corría y que nada a mi alrededor cambiaba, más allá de estar ciego en un lugar irreconocible. Habían pasado tal vez un par de horas cuando sentí mucho cansancio en los pies y en general en todo el cuerpo. Con torpeza me senté en el suelo para descansar, pero era más grande mi cansancio que mi miedo. Me quedé dormido recostado contra la parte exterior de las puertas del ascensor, que ya se encontraban cerradas y a las que era imposible acceder otra vez. Sentí que había dormido por lo menos unas ocho horas. De repente, en medio de mi sueño, me hallaba muy incómodo, con dolores en algunas articulaciones y los pies adormecidos. Como si aún no me hubiera despertado, abrí los ojos dentro de una celda.

Mi reacción fue de pánico. Despertarse en un lugar diferente al lugar en que te dormiste conlleva a tener una sensación de confusión muy fea. Debido a que era algo que ya tenía interiorizado, intenté mantener la calma y permanecer quieto mientras podía reconocer el lugar a medida que mis ojos se acostumbraban a la tenue luz que había. Solo con el movimiento de los ojos, como tratando de fingir la muerte frente a un animal grande, busqué darle sentido a las formas del lugar: me encontraba sobre una colchoneta raída, con la espalda sobre la pared del fondo, teniendo los pies recogidos para no pisar la cabeza de otra persona que estaba en una siguiente colchoneta peor que la mía. La celda, en la que habrían podido acostarse unas cuatro personas, estaba habitada por trece reclusos, incluyéndome. Recluso. Qué raro era llamarme así . Por lo menos la mitad de las personas estaban dormidas o intentando dormir. Las demás estaban mirando hacia el techo, o hablando entre sí.

Intenté moverme un poco. Sentía las articulaciones completamente adoloridas, como si llevara años en esa misma posición. Por más tranquilo que quisiera estar, pude sentir como mi frente se humedecía por los nervios y la angustia: ¿Qué me dirán cuando me noten? ¿Van a reconocer que yo acabé de llegar? ¿Y si se preguntan de dónde salí? ¿Y si me lo preguntan a mí? ¿Qué versión dar? ¿Cómo justificar mi llegada? Me habría servido tener a Natalia o a Gustavo, para que pudieran darme algún consejo. ¿Qué consejo podría haberme dado él? ¿Qué habría hecho Gustavo si a él le hubiera correspondido esta misión? Ah, sí: engañar al más pendejo para cambiársela por otra. Definitivamente, no necesitaba los consejos de nadie. Los que quisieron dejarme solos solos deben permanecer.

No todos estaban sobre una colchoneta. Uno de los hombres que estaba a mi lado, tan cerca que podía percibir su calor corporal, me dio una mirada extraña. Mi mente comenzó a pensar a toda velocidad lo que debía contestar cuando él me preguntara quién era yo. No fue así. Se quedó mirándome a los ojos tanto tiempo que mis nervios solo aumentaron y mi sudoración empeoró. "Juan", dijo en voz baja. Nadie volteó a mirar. Yo seguía casi paralizado. Por un momento me imaginé que yo estaría en ese lugar con otro nombre, bajo otras condiciones, incluso en un cuerpo que no fuera el mío, pero no: mis brazos, mis piernas, mi rostro, que palpé con cierto misterio, eran los de siempre. "Sí", contesté con timidez. "Se te va a caer el reloj", me dijo, mirando hacia los bolsillos de mi pantaloneta.

El reloj era un Casio clásico, negro, sin correas, que no daba la hora sino que tenía una cuenta regresiva que iba en 23 horas con 55 minutos. Estaba en mi bolsillo. "Gracias", le dije. Intenté reincorporarme para explorar mis bolsillos. Todos estábamos vestidos con pantalonetas, excepto un par de ellos que estaban vestidos con sudaderas. Entonces fui consciente del ambiente que nos rodeaba. Según las instrucciones y la cuenta regresiva, debían ser un poco más de las 11:30 pm. Frente a los barrotes había un muro de color verdoso, con la pintura manchada y caída a pedazos. La celda estaba en un estrecho pasillo. Afuera, las luces estaban prendidas y se escuchaba mucho ruido para las horas que eran. Cerca, aunque no sabría decir hacia dónde, se escuchaba el sonido de un par de dados estrellándose sobre un tablero de vidrio, tal vez en una partida de parqués. Mis manos y mis pies estaban helados, pero en realidad la celda estaba inundada de un bochorno que solo había sentido en ciudades costeras. Sentía que sudaba cada vez más.

—Beto —me dijo el hombre, extendiéndome su mano—. Mucho gusto.

—Juan —dije.

—¿Puedo ver la hora? —me preguntó.

—Está dañado —contesté, y le acerqué el reloj para que me creyera.

A decir verdad, este tipo no me resultaba nada desagradable; a pesar de su apariencia, me generaba confianza. Usaba una pantaloneta negra y tenía al cuello un rosario de colores, que veía completo porque no usaba camiseta. Se lo notaba muy descuidado, sin afeitarse desde hacía muchos días, con el pelo largo y grasoso. Estaba lleno de pequeños tatuajes que no parecían tener forma o sentido, con rayones como los que haría alguien que tiene un lapicero a la mano mientras habla por teléfono. Tenía una pañoleta roja amarrada en la muñeca derecha. Rondaba los cuarenta años.

—Ya veo —dijo, mientras observaba el reloj con curiosidad.

Se lo arrebaté de la mano.

—¿Y qué más tiene en los bolsillos? —me preguntó.

—Nada.

—Relajado. Yo no le voy a hacer nada. Solo me da curiosidad porque nunca había visto un reloj así. Fíjese a su alrededor: todo está bien y la gente está tranquila. Aquí en la celda nadie lo va a robar.

Ni siquiera yo sabía qué otras cosas llevaba en los bolsillos. Como lo único que podía hacer era confiar en él, revisé en frente suyo. Tenía el papel con las horas de apertura de puertas y rejas, el reloj, una cuchilla de afeitar y un jabón pequeño. "¿Qué es esta mierda?", fue lo primero que atiné a decir cuando vi el contenido de mis bolsillos. Beto me contestó con cierto tono de burla:

—Son los implementos de aseo. Se usan para asearse.

—Sí, pero es que... —hice una pausa—. Lo decía porque no sé estas cosas para qué.

—Para asearse —respondió con una sonrisa irónica.

—Claro.

—Bueno, parcero. A descansar que mañana tenemos que madrugar.

—¿Por qué?

Soltó una risa. Luego, se me ocurrió que debía dejar de hacer preguntas que me hicieran parecer como un recién llegado. Lo justo para adaptarme y lo justo para no despertar sospechas. Evidentemente, me pareció impertinente preguntar por qué madrugábamos. Seguro era lo de todos los días. Beto se volteó y me dio la espalda. "Intente dormir", me dijo. Yo tenía la certeza de que era una pérdida de tiempo intentar dormir, además de parecer una idea muy estúpida por el riesgo que estaba tomando al cerrar los ojos.

Al tratar de acomodarme, como tenía las piernas tan torpes por el adormecimiento, le di un golpe con el tobillo al que tenía delante de mí. Con tranquilidad le ofrecí una disculpa, pero él se sentó sobre la colchoneta, dejando ver que dormía sobre una navaja plegada que se le quedó pegada a la espalda por el sudor que se le secaba en la piel, mientras mascullaba quejas e insultos por el golpe recibido. Al cabo de unos segundos, sintió que la navaja seguía allí y la tomó con la mano, y mientras dio un giro impresionante que lo dejó frente a mí, con una rodilla en el suelo, de una sacudida desplegó la hoja de la navaja, que hizo un sonido espantoso. "¡Quédese quieto, marica!", le gritó Beto, que ya se había levantado de su colchoneta. Le habló otra vez: "Quédese quieto, que usted ya tiene problemas con el pluma. No se vaya a ganar otros dos". Esta amenaza lo hizo retroceder de inmediato, no sin proferir amenazas e insultos, como una fiera derrotada que desaparece gruñendo.

No dormí ni un segundo. Ni siquiera cerré los ojos. Tuve ganas de orinar, pero estaba aterrado y prefería no golpear a nadie más con mis pies. Podría ir al baño cuando todos los demás salieran. Beto estaba roncando y seguramente la misma amenaza no iba a funcionar dos veces. Las paredes estaban llenas de humedad. Antes de que apagaran todas las luces, que fue como una o dos horas después, pude descifrar un mensaje escrito en alguna de las paredes, que estaba escrito con rayones fieros, como si hubiese sido escrito en un momento de ira: "Aquí entra el hombre, no el delito". Tenía todo el sentido del mundo. Me puse reflexivo y pensé en lo deprimente que es el hacinamiento. Estar aislado de la sociedad ya es suficiente castigo. Es que daban asco las paredes.

Sentí que pasaron unos años antes de escuchar los golpes que los guardas dieron en algunas rejas cercanas a nuestra celda. Era el sonido del despertador. En la celda todos se levantaron y salieron con fluidez. Beto pudo ver mi desorientación y, en lugar de generar suspicacias, me explicó la rutina:

—Lo primero que hacemos es ir a bañarnos. Eso es lo primero del día, papi. Pero es cuando más cuidado hay que tener. Todo el mundo quiere bañarse. Si usted se demora mucho en salir, le toca hacer la fila para nada, porque cuando llegue ya se habrá acabado el agua. Le toca hacer la fila, no gritarle a nadie si se demora mucho y no demorarse mucho cuando le toque entrar. Eso es de lo más delicado. Es cuando hay más gente sola y con poca vigilancia. El pluma mantiene todo controlado, pero la gente no come cuento cuando se trata de las duchas. Por eso le digo: no se demore demasiado bañándose. Vaya a la fija: duchazo de agua, jabón en las partes importantes, otro chorro de agua y sale, mano. Nunca falta el que se demora más que todos y eso hace que la gente en la fila se alborote.

—¿Entonces bañarse es lo más peligroso? —pregunté.

—Lo más peligroso es meterse en problemas con la gente.

—Sí, desde luego. Pero si bañarse es tan arriesgado prefiero no hacerlo, prefiero no bañarme.

—Ah —exclamó soltando una risotada—. Ahora entiendo por qué no sabía para qué era el jabón.

—No tengo necesidad de arriesgarme a hacer lo más peligroso.

—Y no pagar. Eso también es muy peligroso.

—¿Pagar?

—No pagar la cuota es para problemas. Aquí estamos bien todos, más o menos, porque siempre estamos al día con la cuota.

—¿Cuál cuota? ¿De cuánto es y por qué?

—Son ocho mil pesos semanales por el aseo. Esa cuota no puede faltar nunca. Se recoge hoy.

—¿Hoy? ¿Por qué hoy?

—Siempre se ha recogido los lunes. Mi papá parece nuevo aquí. No se haga el loco, mano. Camine pa' la fila.

—No, yo no me voy a bañar —dije solemnemente.

—Papi, haga caso —dijo Beto, tomándome del brazo para darme una toalla que tenía guardada debajo de su almohada.

—No, yo no me voy a bañar hoy. Tengo mucho frío.

—¿Tiene los ocho mil para el pago de hoy?

—No, no los tengo —dije palpándome los bolsillos—. No tengo nada.

Justo en ese instante, un hombre de gorra roja, con los únicos zapatos elegantes que había visto en el lugar, pasó por las celdas recogiendo el dinero del día. Era el pluma. Por su apariencia, daba la impresión de que no dormía en el mismo sitio ni en una celda. Se veía bien vestido y arreglado.

—¿Qué pasa si no pago? —le pregunté a Beto, un poco nervioso.

—El que no paga con dinero tiene que pagar con trabajo. La plata se recoge para pagar el aseo del pasillo, de las celdas y del patio en general. El patio Nº 4 mantiene muy bien organizado porque la gente paga a tiempo, pero, la verdad, no todo el mundo tiene siempre ocho lucas a la semana, entonces los que no tiene son los que deben pagar haciendo el aseo.

—Pero si los que asean son los que no pagan, ¿adónde va el dinero de los que sí pagan?

—Me imagino que para comprar los implementos y las escobas y cosas así.

—¡Señores! —exclamó el pluma—. Vengo por la cuota. Ocho luquitas cada uno.

El pluma se acercó con una tabla en la que tenía una hoja con las anotaciones de las personas que le pagaban. Justo en ese instante una duda me atravesó la mente: ¿Quién creían que era yo?

—¿Ya tiene mi nombre anotado? —pregunté acercándome a la lista.

—Hace rato, Tulio. ¡Muévase, pues! Pagando que hoy estoy de afán.

Me causó escalofríos escuchar mi nombre. ¿Entonces yo era, realmente, un presidiario? ¿Bajo qué delitos me encontraba ahí? Quise preguntarlo, pero habría sido demasiado sospechoso preguntarles a otras personas por un delito cometido por mí. Sería imposible averiguarlo. El papel con la misión pedía específicamente que era necesario adaptarse para pasar desapercibido. Tenía que actuar como si todo fuera normal para mí, así que pensé en responder que, debido a la falta de dinero, haría la limpieza de la celda o del pasillo. Pero antes de que pudiera decir cualquier cosa, Beto dijo le dijo al pluma: "Yo pago lo de él". Entonces vi que intentaba esculcarse el bolsillo derecho con la mano izquierda. Tardé un par de minutos en notar que la pañoleta que usaba en la muñeca no era un adorno cualquiera: Beto no tenía mano derecha. En su lugar había una prótesis casi idéntica al color de su piel: una mano entreabierta. Usaba la pañoleta para cubrir el empate entre su cuerpo y la prótesis, y en cada oportunidad que tenía se la reacomodaba con inseguridad. Me sentí conmovido al ver cómo trataba de ocultar su cuerpo.

Por un momento, sentí que me había ganado un amigo, un amigo de verdad. Fue parecido a lo que sentí cuando Gustavo me defendió de otras personas, con la diferencia de que Beto no parecía una persona violenta. Cuando el pluma recibió el billete, miró con extrañeza a Beto, como si no entendiera lo que estaba ocurriendo. Finalmente, anotó en sus papeles mi pago. Luego continuamos a la fila de las duchas.

—Gracias, parce —le dije a Beto.

—Todo bien. Ahora póngase serio y vaya a bañarse sin mirar a nadie.

La estadía en el lugar no era nada cómoda. Tenía la sensación de que estaba cumpliendo un castigo injusto. Pero, a decir verdad, me sorprendió lo que vi: el grado de organización es impresionante. No es una locura de gente haciéndose daño o buscando cómo dañar a los otros. Beto me contó todos los detalles mientras hacíamos la fila. En la cárcel existe una especie de concurso, puesto que todos los patios intentan ser el mejor posible. Sin embargo, me contó Beto, solo algunos patios resultan siendo mejores que los demás. Por ejemplo, el Nº 1 es el más costoso de todos. ¿El más costoso? Sí, allí todo funciona con dinero. Es como el patio de los ricos. Estar en el patio Nº 1 asegura una vida tranquila, pasillos completamente limpios, gente respetuosa en el 100% de los casos, televisores, radios, arcos de fútbol en buen estado y otros beneficios. ¿A quién se le pagaba la entrada? ¿Al Estado? ¿A la cárcel? No. Al pluma de cada patio, que viene a ser el líder. Recolectan el dinero, delegan tareas e imponen sanciones.

El pluma no es un funcionario ni un trabajador. Es un recluso más. Pero cuenta con la amistad y las ayudas de todos los guardias de la cárcel, quienes a su vez reciben una cuota de las cuotas que recibe el pluma. Los guardias ganan algo de dinero y al mismo tiempo reciben colaboración de los reclusos para el orden y control de toda la cárcel en general. Además, esta alianza ayudó a que se estableciera una de las reglas de oro entre los reclusos: respetar a los guardias siempre.

—¿Y qué pasa si alguien no cumple con las reglas del pluma? —pregunté.

—La primera sanción es económica. Al que incumpla se le cobra una multa, entonces la semana siguiente tiene que pagar el doble,

—¿Y si no lo paga?

—Y si no la paga, entonces debe cancelar el triple en la mitad del tiempo.

—¿Y si no paga eso tampoco?

—Entonces ya se le exige que empiece a barrer o a limpiar las paredes para que empiece a descontar la deuda.

—¿Y si no quiere trabajar tampoco?

—En ese caso, ya empiezan otro tipo de cobros.

—¿Cuáles?

—Papi, ya deje de preguntar tanto —susurró, mientras se reacomodaba la pañoleta—. Aquí todo el mundo lo está escuchando a uno.

Resultó muy difícil la tarea de contener mis preguntas y acallar la inquitud. A pesar del terror, me causaba mucha curiosidad lo que estaba escuchando. En realidad la cárcel funcionaba como una sociedad organizada, mucho, muy organizada, más de lo que uno se imaginara, incluso mucho más organizada que en la libertad. Es increíble cómo se mezcla la norma con la fuerza para construir un entramado de justicia y orden que hace que la cárcel funcione como el mecanismo de un reloj, con reglas de respeto mutuo y códigos de honor para casi absolutamente todo. Era un mundo diferente.

No obstante lo dicho, pasó poco tiempo antes de que la tensión subiera. Y la fila ni siquiera iba por la mitad. Unos turnos más delante de nosotros, se formó una pelea que no pasó de unos cuantos insultos. Pero como los insultos fueron muy ruidosos, dos guardas se acercaron al lugar, y uno de ellos, al verme, se desplazó del lugar de la pelea y se quedó mirándome a los ojos. Pronto perdió todo el interés en cualquier otra cosa y caminó con lentitud hacia mí. Frunció el ceño como tratando de acordarse de quién era yo. Hizo un ademán de negación. Todo su cuerpo parecía decir: "Usted no es quien dice ser". Beto, otra vez en mi defensa, saludó al guarda con un grito que lo hizo brincar: "¡Buenos días, mi guarda!". Muy molesto, de un brusco empujón alejó a Beto, pero lo hizo con tanta fuerza que mi nuevo amigo dio un par de pasos hacia atrás, resbaló y cayó con todo el peso de su cuerpo sobre el codo. Su estrepitosa caída hizo que se le quebrara parte de la prótesis. Aferrándome a él como a un hermano, corrí a ver cómo estaba, y mi corazón se partió, una vez más, cuando lo vi después de caer: en lugar de tocar su brazo, lo primero que hizo fue reacomodarse la pañoleta.

Beto gritaba de dolor y amenazaba al guarda con llamar a su abogado por violarle los derechos y por agredirlo sin razón. Este pareció arrepentirse de lo que había hecho, se acercó a Beto y lo revisó. Mandó a llamar a un médico, que apareció muy pronto. Necesitó poca observación para comentar que se había fracturado un hueso. Entre ellos lo ayudaron a levantar. Beto descartó la ayuda y se levantó solo. Estaba obligado a que lo llevaran a una clínica. Cuando se dio cuenta de ello, entró en pánico, gritó y saltó diciendo que no podía salir, que no se lo llevaran. Suplicó en vano. No dejaba de mirarme abriendo mucho los ojos. 

El guarda que lo había empujado se volvió a mirarme. Me dijo: "No se vaya a poner a creerle nada a ese man, no se deje manipular más". Debía llamar su atención lo menos posible, por lo que supe que lo mejor era permanecer en silencio. Pero no aguanté que lo llamaran manipulador cuando él no estaba haciendo nada de eso. Su único interés era explicarme cómo funcionaba todo en nuestro patio. Me dejé llevar por lo que provoca la injusticia y quise aclararle la situación al guarda.

—Él no me estaba manipulando. Solo estábamos hablando.

—Sí, claro —contestó riéndose—. Hablando de sus locuras. Me imagino que ya le echó el cuento de siempre.

—¿Cuál cuento de siempre?

—Lo mismo que viene diciendo desde hace veinte años.

—¿Qué cosa?

—Que no cometió ningún delito.

—¿Y eso por qué parece un cuento o una locura? No entiendo.

Antes de responder, el guarda dio una mirada alrededor. La fila ya se había reorganizado y la gente continuaba con el baño como si nada hubiera sucedido.

—Dice que está aquí en el centro penitenciario por error y por engaño, porque hace veinte años se metió a un túnel para mejorar su vida y lo único que hizo fue jodérsela para siempre. 

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