De Piel y Huesos

By keymarquezz

41.4K 6.3K 3K

Las criaturas de la noche muerden para matar, o para condenar. *** Intentando escapar de un pasado que desear... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
† Capítulo 3 †
Capítulo 4
Capítulo 5
† Capítulo 6 †
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
† Capítulo 11 †
Capítulo 12
Capítulo 13
† Capítulo 14 †
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo

Capítulo extra

1.1K 199 118
By keymarquezz

Siempre me había considerado buena persona. Me gustaba asistir a la iglesia, ayudaba a quien lo necesitaba, y hacía mis tareas en la granja de la familia de manera regular; ayudaba a mi padre con la siembra, y ponía puntualmente los platos en la mesa una vez que la abuela terminaba de preparar la cena. Entonces, jamás comprendí la razón del por qué, siendo una buena persona, siempre me ocurrían cosas malas.

Las criaturas de la noche nunca habían sido un problema para mí. Eran un jodido fastidio, eso sí, aunque jamás habían irrumpido en mi vida de manera abrupta para causar desgracias. Habíamos escuchado en infinitas ocasiones sobre algún conocido que se había visto afectado por estas bestias miserables, pero, si alguna vez alguien me preguntase a cuantos de los míos se habían llevado, la respuesta era sencilla: ninguno. Y es que en nuestro diminuto hogar solo había lugar para un maldito demonio. Y ese, precisamente, era yo.

Había asesinado a mi madre. O eso es lo que mi padre solía decir. La verdad es que había muerto en el momento de mi nacimiento por alguna complicación en el parto. No había sido mi culpa llegar a este mundo en las condiciones en que lo había hecho. Sin embargo, mi padre no pensaba lo mismo.

Para él, yo era el causante de todos sus males.

Por años había creído que me odiaba por arrebatarle al amor de su vida. Incluso yo mismo llegué a odiarme por eso. Luego el tiempo se encargó de mostrarme que no era así, y que el del problema era mi padre. Uno pensaría que un hombre que acababa de perder a su mujer tomaría a su pequeño hijo entre sus brazos y lo amaría incondicionalmente, como el último regalo que esta haya podido darle en sus últimos momentos. En cambio, me había rechazado. El hombre honrado y trabajador que había sido, según me habían contado, se convirtió en un ebrio abusivo que molía a golpes a su único hijo después de ingerir un par de tragos demás.

Mi abuela hacía que el vivir bajo el desprecio de mi padre valiera la pena; me preparaba una tarta de manzana después de una golpiza y me contaba historias sobre mi madre, y de lo mucho que ella me habría amado. Tal vez trataba de compensar todo el sufrimiento que mi padre me había causado. En esos momentos me sentía realmente afortunado, pero la vida me la arrebató incluso a ella. Murió de un ataque al corazón una tormentosa noche de primavera, dejándome solo con mi padre.

Los años que siguieron fueron una pesadilla. Todas las noches me iba a la cama deseando que un hombre lobo entrase a nuestra casa y lo descuartizara mientras dormía en el sillón de la estancia, ebrio hasta la médula. Pedí perdón a Dios por aquellos pensamientos un millón de veces y le supliqué por que se detuviera. Que simplemente parara.

Un día, estaba recogiendo algo de leña para calentar el hogar. Había nevado durante toda la noche y mis pies, dentro de mis usualmente cálidas botas, estaban helados. Nunca en mis diez años de vida había presenciado un invierno tan atroz. Y mientras volvía a casa, con mis brazos rebosantes de leños listos para avivar el fuego de nuestro hogar, escuché el ruido del cristal haciéndose añicos, seguido de un alarido que no podía pertenecer a nadie más que a mi padre.

Subí los escalones del pórtico a la carrera y entré en la cocina como una tromba. Mis leños cayeron al suelo y rodaron sobre el tapiz favorito de la abuela, en el que estaba tumbado mi padre.

En medio de su borrachera, había perdido el equilibrio y había aterrizado sobre su colección de botellas vacías. Se había cortado las manos al intentar levantarse, pero su mueca de dolor no se debía a esas heridas, sino al trozo de cristal que sobresalía de la parte interna de su muslo, manchando sus pantalones de sangre.

—¡Trae ayuda, maldito muchacho! —me había dicho mascullando las palabras. Y aunque había miedo en su voz, la acidez de siempre no lo abandonaba.

A mi corta edad, nunca antes había visto tanta sangre, pero lo único que ocupaban mis pensamientos en aquel momento eran todos sus insultos, todas sus golpizas, todos los años que había hecho de mi vida un infierno. Así que me quedé de pie en el mismo lugar mientras él se desangraba.

Cuando fui a pedir ayuda, sabía que era demasiado tarde. Nadie podría sobrevivir a una herida como esa. Y aunque llegase a tiempo, de igual forma moriría.

Tal vez no haya asesinado a mi madre, pero tampoco moví un dedo para mantener con vida a mi padre.

Esa noche, mientras la iglesia preparaba su funeral, un hombre se acercó a mí. Era joven, usaba una chaqueta de terciopelo negro con una flor blanca bordada en el pecho y una sonrisa amistosa. Era un Purificador.

—Thomas Ferrec —dijo mi nombre como único saludo—. Mi nombre es Pierre Agreste, y siento mucho por todo lo que has pasado.

Había perdido la esperanza.

Cuando Pierre había ido a buscarme, yo, un huérfano de diez años, me había encaminado a mi destino con la cabeza en alto. Dejamos las nevadas colinas de Terre Sainte atrás y me había llevado hasta la capital, Emeraude. Para un chiquillo de campo, una ciudad como aquella me había sacado el aliento. Los techos altos a dos aguas, los enormes caseríos y la edificación de la Cathedrale du Soleil me parecieron entonces creados por la mano de Dios. Sin embargo, a medida que pasaron los años, tanto la ciudad como la vida misma habían perdido su brillo.

Había puesto todo mi empeño en convertirme en aprendiz, y lo había conseguido rápido. Aprendí a pelear, a usar la espada y los cuchillos, aprendí a disparar un arco y, cuando cumplí los catorce años, Pierre me obsequió una ballesta, impresionado con mi puntería. Por un tiempo, hubo algunos compañeros que parecían celosos de mi progreso, pero aquello no me importó en lo más mínimo. Había ansiado el poder defenderme por años y, cuando Pierre me había dado la oportunidad de hacerlo, no había dudado. A mis quince años me convertí en Purificador, siendo hasta entonces la persona más joven en conseguir el cargo, superando incluso a Pierre, quien lo había conseguido a sus dieciséis.

Aquello tampoco me importó; muchas cosas habían dejado de importarme, y todo me parecía una total y completa estupidez. Solo quería pelear. Quería golpear. Tan solo quería sentirme fuerte por una vez en toda mi asquerosa existencia.

Sin embargo, aquello cambió cuando las campanas resonaron desde lo alto. Emeraude estaba siendo atacada.

—Espero que estés listo, Thomas. —Pierre había palmeado mi hombro para animarme, para luego prepararse para la cacería.

Yo, quien una vez se creyó listo para probarse a sí mismo, y que morir en el intento le importaba casi tanto como el moho que crecía bajo las tablas del suelo, estaba cagado de miedo.

Una criatura de la noche es diez veces peor que mi padre, recuerdo haber pensado en ese momento.

Pierre, al ver mi vacilación ante mi primera misión, me sonrió y me tomó por los hombros.

—Te diré algo que me habría servido escuchar en mi primera misión —dijo—: Ve hacia allá, pelea como nunca y, cuando salves a alguien, todo esto habrá valido la pena.

Nunca había sido mi intención jugar a ser un héroe. Yo solo quería luchar. Quería ser, por una vez, quien decidiera golpear, y no solo encogerse de miedo y esperar a que terminara de doler.

Nuestro grupo se preparó, con toda la indumentaria necesaria para ir de cacería. Yo llevaba puesta mi recién ganada y bien merecida levita de terciopelo negro, la ballesta que Pierre me había obsequiado un año antes y mi juego de cuchillos de plata consagrados, atados al cinto. Y por extraño que pareciera, aquello no me hizo sentir más fuerte, ni más decidido. Habían pasado cincos años y yo todavía me sentía como aquel niño flacucho con la piel amoratada que se escondía debajo de la cama para que su padre no lo encontrase.

Cuando llegamos a las afueras de la ciudad, encontramos el caos. Había fuego, la gente corría despavorida por doquier y los gritos no me dejaban pensar. Mi corazón latía a mil y solo una cosa pasaba por mi mente:

Voy a morir.

No me di cuenta de que Pierre me estaba hablando hasta que escuché mi nombre. No, no me hablaba; me gritaba. Ya había corrido hacia la acción y yo continuaba petrificado a los pies de la carreta en la que habíamos llegado.

—¡Thomas! —decía Pierre, quien ya poseía dos vampiros muertos a sus pies—. ¡Salva a alguien, Thomas!

Así que eso hice.

Corrí como alma que lleva el diablo, disparando flechas a diestra y siniestra, esquivando atentados de los malnacidos que trataban de detenerme. Me cargué al menos a dos antes de refugiarme detrás de una pared, cuando una bestia sobrevoló por encima de mi cabeza, arrojándome un zarpazo mortal. Tuve que tirarme al suelo y rodar para esquivarlo.

Mi corazón era un trote salvaje y, aunque la noche era fría, sentía gotas de sudor recorrerme la frente. Las sequé con mi manga y volví a ponerme de pie. Entonces oí el disparo.

Provenía del interior de una de las casas a mi derecha. Estaba sumida en la oscuridad, pero aun así me acerqué a echar un vistazo. La puerta estaba abierta cuando llegué y, tras poner un pie en el umbral, me quedé congelado, pues fui testigo en el momento exacto en que un vampiro tiraba de los cabellos de una mujer joven, echando su cabeza hacia atrás para exponer su delgado cuello y clavarle los colmillos.

Las criaturas de la noche muerden para matar, o para condenar.

Esa pobre mujer acababa de ser condenada ante mis ojos. Luego, pese a mi estupor, vi que había alguien más en la habitación, junto a ellos.

No lo pensé: levanté mi ballesta y disparé, insertándole una flecha entre los ojos al vampiro y arrojándolo hacia atrás, liberando a la mademoiselle que acababa de convertir en su presa.

El otro cuerpo, también de una joven, me di cuenta, se fue encima del de la mujer.

—Elaine —luchaba por decir esta. No debía tener más de veinte años—, prométeme que lucharás. Prométeme que serás fuerte.

—¡No, Lucille...! —Sollozaba la otra, con su vestido azul arremolinado entre las piernas—. No puedo hacer esto sin ti. No soy valiente...

No pude escuchar mucho más, pues Pierre apareció a mi lado.

—Carajo ­—dijo—. Ve por la chica, yo traeré una antorcha.

Y luego se fue a la carrera. Yo entré en la casa, con el temor de que el vampiro se levantara una vez más. Sabía que tenía un par de horas antes de que aquello ocurriera, pero no quería arriesgarme.

La chica lloraba desconsolada sobre el cuerpo de la otra mujer, quien parecía haber muerto ya por el desgarre en su cuello. Gritaba tan fuerte que se me partía el corazón.

—¡No me dejes! —decía a lágrima viva—. ¡No me dejes también, Lucille! Eres todo lo que tengo...

La tomé del brazo y la obligué a levantarse. Su pequeño cuerpo se tensó y me miró con sorpresa, como si ni siquiera hubiese reparado en mi presencia. Tenía el rostro pálido, encharcado de lágrimas prominentes de los ojos más bonitos que hubiese visto en mi vida, de un azul zafiro.

El alivio cubrió sus facciones y no fui consciente de lo que hacía cuando la atraje hacia mí y la abracé. Algo se removió en el interior de mi pecho y me sacó hasta el aire. ¿Qué era aquella sensación? Incapaz de soltarla, la arrastré fuera de la casa, aunque su llanto no hizo más que aumentar.

Ella se aferró a mí, como si fuese una tabla de salvación en medio de una tormenta. Y en ese momento supe que eso quería ser. Quería ser la razón por la que aquellos ojos dejasen de derramar lágrimas y volvieran a brillar, pues habían iluminado mi alma.

Sabía que la amaba.

No solo le había dado sentido a mi vida, sino que la había iluminado con su mirada todos los días. Recomponer su corazón roto había sido todo un desafío; su hermana había muerto aquella noche infernal y se había quedado sola. O al menos, eso es lo que ella pensaba. La verdad era que yo no había podido apartarme de su lado en ningún momento. Había comenzado a desconcentrarme en mis entrenamientos y nuevas misiones, pues en mi cabeza solo tenía cavidad para ella. Incluso comencé a estar celoso de Juliette, quien había llegado a la Tour du Soleil un año antes. Se habían hecho inseparables durante el primer año de la llegada de Elaine, y aquello había limitado mis oportunidades de pasar tiempo con ella.

Entonces me las había ingeniado. Si no podía llegar a Elaine, haría que Elaine llegase a mí. Y fue entonces cuando comencé a deslizar notas bajo su puerta. Mis mensajes eran breves, siempre con alguna frase de motivación, con algún poema que me había robado de los libros que el Obispo Antoine creía que nadie sabía que leía, o simplemente para decirle que era hermosa.

Mi dedicación había dado frutos. Elaine me había dejado entrar a su vida a tiempo completo y, aunque al principio tuve la sospecha de que solo me veía como su amigo, para mí era suficiente. Me conformaba solo con tenerla cerca, con ser su confidente y brindarle mi hombro cuando necesitaba llorar. Aunque detestaba verla hacer esto último, nunca le impedí expresar sus emociones. Todos necesitamos drenar las cargas del alma cuando estas nos sofocan, y me hacía feliz que ella me escogiera a mí para sostenerla cuando su mundo se tambaleaba.

Los años nos hicieron inseparables y su amistad con Juliette pasó a segundo plano. Ella me agradaba, pero sí alguien necesitaba de la atención de Elaine casi tanto como respirar, ese era yo. Y, aunque al principio no me agradó que decidiera postularse para aprendiz, no la detuve, sino que dediqué mis horas libres a entrenarla. Yo era un experto en el arte de la muerte; si la chica que amaba quería tirarse de cabeza en cacerías nocturnas, debía asegurarme de que al menos lo hiciera preparada.

Aquello no solo dio resultados para mejorar sus habilidades y finalmente para ganarse su lugar dentro de los Purificadores, sino que me hizo perder por completo la cabeza por ella. La necesitaba. Tenerla cerca se me antojaba casi tan tentador como para Eva lo había sido el fruto prohibido. Puede que incluso más. Tenía ya veinte años recién cumplidos. Ella, diecisiete. Ambos habíamos crecido. Y aunque había tratado de alejarla de mis pensamientos, enfocándome en otras chicas, había sido imposible.

Ninguna sonrisa me hacía estremecer el alma como la suya. Ninguna mirada me hacía caer de rodillas como podía la suya. Ningunos labios tenían el sabor que imaginaba que tendrían los suyos.

Necesitaba decírselo. Necesitaba hacerle saber cómo me sentía; cómo me había sentido desde que la conocí. Tal vez me rechazaría, me diría que solo éramos amigos o, como esperaba que fuera, me diría que sus sentimientos eran los mismos. Pero, ¿no había sido yo demasiado obvio en ocasiones? ¿No se había dado cuenta de que había ahuyentado a cada maldito idiota que trataba de engatusarla? Si lo sabía o incluso si lo sospechaba, ¿no habría hecho algo al respecto de haber sentido lo mismo por mí?

Decidí que se lo diría. Le entregaría mi corazón con la esperanza de que ella me diera el suyo.

Entonces, llegó el día terrible.

El Sur de Emeraude fue azotado por un clan de vampiros, como si no bastara con la peste que se había propagado por los pueblos más bajos del reino. Había sido una batalla dura y desgarradora. Perdimos a muchos de los nuestros y, cuando creía que no podía ser peor, fui condenado.

Amarantha, era su nombre. Era una vampiresa cruel y perversa, con la rapidez de un relámpago y una fuerza antinatural, capaz de partir el mundo en dos. La había puesto en la mira después de verla alimentarse de mis compañeros en cuestión de segundos, quienes habían gritado de terror al encontrarse con el pinchazo de sus colmillos. No usaba la hipnosis para adormecer a sus víctimas; podía ver en su rostro que le divertía infligir dolor. Muchos habían tratado de detenerla, sin éxito. Y cuando posó los ojos en su siguiente objetivo, una joven Purificadora que abatía criaturas con un par de dagas de plata esterlina, supe que solo habría un modo de evitarlo.

La diablesa había tirado el cuerpo vacío de Raphael, un Purificador novato, como si no fuera más que un flácido estorbo, y desplegó sus alas membranosas lista para arrojarse sobre Elaine, quien abría la garganta de un vampiro de oreja a oreja. Debía actuar rápido, debía hacer algo, lo que fuera. Tomé mi cuchillo de caza y me corté la piel del brazo, salpicando de sangre el suelo empedrado. El dolor fue ardiente, pero valió la pena, pues la mujer detuvo sus movimientos, giró su rostro en mi dirección y mostró una sonrisa que gritaba muerte. Sabía que moriría, pero si conseguía salvar a Elaine de ella, lo haría con honor.

Antes de verlo, sentí el impacto de su cuerpo cuando se impulsó hacia adelante y me arrastró con ella. Atravesamos la pared de una construcción y mi cabeza golpeó contra el suelo. Antes de darme cuenta, la mujer estaba encaramada encima de mí. Se llevaba los dedos a la boca y sonreía.

—¡Ah! —dijo, con los dientes manchados de sangre. Mi sangre—. Pobrecito. Un pequeño niño indeseado. Mataste a tu madre, y luego también a tu padre. ¿Te golpeaba muy fuerte?

Pese al miedo que sentía y mi deseo por luchar, me quedé congelado al escuchar sus palabras. ¿Cómo sabía ella sobre mi vida?

—¿Quieres ser fuerte? —me preguntó con voz seductora—. ¿Quieres ser imparable? —Sonrió, y juro que nunca antes vi tanta maldad en un rostro—. Yo puedo hacerte ambas cosas.

Antes de poder responder, ella se inclinó hacia adelante. Por un momento creí que me besaría, pero su boca buscó mi cuello y mordió.

El dolor fue brutal y, aunque desde el principio había decidido rendirme, aquello me despertó. ¿Qué sería de Elaine al saber que había muerto? Estaría destrozada.

—La habrás salvado —respondió una voz en mi interior.

Pero, ¿quién cuidaría de ella ahora?

Y la voz respondió:

Ella no necesita que la cuiden, puede hacerlo sola.

Tal vez, pensé. Pero aun así, quiero estar ahí para ella.

La mujer seguía encima de mí, succionando en mi cuello. Por alguna razón, no me había matado todavía. Pensé que lo haría cuando levantó la cabeza y me sonrió con los labios llenos de sangre. Entonces me besó. Aunque la cabeza me daba vueltas, seguía teniendo fuerza. Entonces actué. Todavía sostenía el cuchillo en la mano, así que apreté el puño y lo descargué contra ella, hundiéndolo entre sus costillas.

Ella gritó, dejándome libre. Miró el puñal que salía de su cuerpo y me gruñó. No le di tiempo de hacer algo más, pues extraje mi vial de agua bendita y se la vacíe en el rostro. Y este, que había sido hermoso unos segundos antes, se derritió y burbujeó como una masa putrefacta. Se desplomó hacia atrás, soltando un grito agónico que amenazó con dejarme sordo.

Aun así, no perdí tiempo; mareado como estaba me abalancé hacia ella. La mujer luchó descontroladamente, retorciéndose como un gusano vestido con sedas y me desgarró la piel de los brazos. Eso no evitó que terminase de hundirle más el cuchillo en el centro del pecho, hasta su corazón.

Dejó de moverse.

Solté un suspiro de agotamiento y me tumbé en el suelo a su lado. Me faltaba el aliento y la habitación no paraba de dar vueltas. Necesitaba ir por fuego; necesitaba quemarla antes de que volviera a levantarse.

Estaba reuniendo la fuerza que requería para levantarme cuando, al abrir los ojos, vi que había alguien más en la habitación. Era un hombre, alto, bien vestido, inmortal... La luz del sol le bañaba el rostro y hacía brillar su cabello rubio. Sus ojos ambarinos iban de mí al cuerpo de la mujer a mi lado. Tal vez estaba demasiado mareado para saberlo con certeza, pero parecía sorprendido.

—Parece que Amarantha ha hecho algo interesante antes de morir ­—dijo aquel hombre—. Te ha reclamado, y pronto has de ser su vástago.

Yo luché por incorporarme, sacando mi cuchillo extra. El hombre bufó, como si no fuera ninguna amenaza para él.

—Ahorra tus energías, Purificador —dijo, andando por el lugar—. Créeme, las necesitarás para sobrevivir al cambio.

—Yo no haré ningún cambio.

­Él soltó una carcajada.

—Has sido mordido, y ambos sabemos que un hombre mordido es un hombre condenado.

Eso no era cierto. No podía ser cierto.

—No he tomado su sangre —expresé, logrando, por fin, ponerme de pie—. No me ha dado a beberla.

—¿Estás seguro? ¿Y entonces qué es eso en tus labios?

No podía creerlo, y yo que pensaba que se trataba de mi propia sangre.

—Pero... si está muerta —dije.

El hombre se encogió de hombros.

—Pero te ha mordido. Tal vez seas un vampiro sin amo, pero vampiro al fin y al cabo. Tal vez la infección te mate y ya, pero... Tal vez no.

Eso no podía ser posible. El hombre no parecía estar mintiendo, pero, ¿acaso era de fiar una mierda inmortal como él?

—Te visitaré dentro de tres noches —anunció—. Para entonces ya deberíamos saber que habrá sido de ti. Un vástago de Amarantha sería un regalo difícil de encontrar. —Miró el cuerpo de la mujer, indolente—. Puede que imposible, ahora.

Iba a discutir, diciéndole que yo no sería el regalo de nadie, pero cuando levanté la mirada hacia el extraño, ya se había ido.

Pasar desapercibido no había sido un problema. Mi cabeza sangraba por una herida que no sabía que tenía y mis compañeros atribuyeron mi debilidad a una contusión. Elaine estuvo todo el tiempo a mi lado, aferrada a mi mano, diciendo que me pondría bien. Entonces, nos separaron. Mi supuesta contusión se convirtió rápidamente en síntomas de la peste cuando mi cuerpo comenzó a hervir de fiebre. Los doctores me aislaron en la enfermería de la Tour du Soleil y ahí comenzó mi verdadera agonía. Había tenido pesadillas en las que todavía era un niño y mi padre llegaba a casa, quitándose el cinturón después de haber cerrado la puerta. Y tuve unas peores, en las que Amarantha volvía a la vida para torturar a Elaine. Entonces despertaba sudoroso y vomitaba las entrañas.

El cambio, por otro lado, había sido rápido. Me había despertado una noche, con la garganta ardiéndome como el infierno mismo. Tenía mucha sed y, al acabarme de un trago la jarra de agua que había sobre la mesa junto a mi cama y no encontrar alivio, supe que el temible momento había llegado.

Había dejado de ser humano.

Un golpe en la ventana me hizo dar un respingo y, para mi horror, el hombre de la otra vez había cumplido su promesa y ahora me visitaba. ¿Cómo podía pisar suelo sagrado? ¿Cómo podía acercarse tanto a...? Tardíamente me di cuenta de que yo estaba allí, y no se me había quemado la piel.

El hombre tocó el cristal de la ventana con impaciencia. Le abrí de mala gana, pero él no se coló dentro. Necesitaba mi invitación para poder hacerlo.

—Que gusto me da ver que hayas sobrevivido al cambio —dijo, con una sonrisa que no era menos que malvada—. Bienvenido a la inmortalidad, pequeño Thomas. Mi nombre es Dorian, y tengo una propuesta para ti.


Continue Reading

You'll Also Like

4.7K 1.7K 25
|†| Sinópsis |†| Evelyn vive dentro de una gran mentira, pero ella aún no lo sabe. El pueblo de Karsson fue lo que desató el caos en su vida y al con...
316K 19.1K 57
𝐁𝐫𝐨𝐨𝐤𝐥𝐲𝐧 𝐒𝐰𝐚𝐧 𝐦𝐞𝐣𝐨𝐫 𝐜𝐨𝐧𝐨𝐜𝐢𝐝𝐚 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐁𝐫𝐨𝐨𝐤 𝐒𝐰𝐚𝐧 𝐞𝐬 𝐥𝐚 𝐡𝐞𝐫𝐦𝐚𝐧𝐚 𝐦𝐞𝐧𝐨𝐫 𝐝𝐞 𝐈𝐬𝐚𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐒𝐰𝐚𝐧...
12.4K 1.4K 22
Wu YiFan es el líder de la mafia más fuerte de todos los tiempos, llamada HugnMoon. No sólo traficaba drogas, armas y personas, también son los enca...
20.9K 573 16
Una relación rota, como todas las veces que había estado con un chico. David, popular, horriblemente atractivo, egocentrico... Yo...una responsable...