De Piel y Huesos

By keymarquezz

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Las criaturas de la noche muerden para matar, o para condenar. *** Intentando escapar de un pasado que desear... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
† Capítulo 3 †
Capítulo 4
† Capítulo 6 †
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
† Capítulo 11 †
Capítulo 12
Capítulo 13
† Capítulo 14 †
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo
Capítulo extra

Capítulo 5

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By keymarquezz

Camino por los pasillos de la mansión buscando algún sonido, olor o movimiento que no haya notado antes, pero todo parece estar exactamente igual, sin ningún tipo de cambios. Incluso el olor de las flores me parece ahora demasiado abrumador, y los corredores están tan desolados que si no supiera qué personas realmente viven aquí, juraría que la mansión está abandonada. ¿Cómo se mantenía en pie un lugar de semejante tamaño cuando casi no había personas que la atendieran? Todo parece tan limpio y reluciente, pero no he conseguido vislumbrar sirvientes más allá de Colette y Didier. Y aun así, siento algo de aprensión...

Giselle no parece darse cuenta, o sencillamente no les presta atención. Para ella resulta algo ordinario, del día a día. Es fácil saber que está acostumbrada a este tipo de vida.

En el camino me explica que el conde Jean Paul jamás los acompañaba a comer, salvo en ocasiones especiales y días festivos, y ya que esta noche contarán con mi presencia como invitada, es posible que decida acompañarnos. Eso, seguro, si es que aparece. Yo cojo una pequeña respiración cuando nos detenemos ante las puertas del comedor y me aseguro de que todos mis cuchillos estén en su respectivo lugar antes de entrar.

Aquí voy, pienso.

La decepción me apuñala el pecho cuando cruzamos las puertas, pues el gran comedor está vacío en su totalidad salvo por Jerome, quien ocupa su lugar en la enorme mesa rectangular, completamente ajeno a nuestra entrada. Aguzo mis oídos en busca de otra presencia, pero no encuentro nada.

—¿No ha llegado el conde todavía? —pregunta Giselle, haciendo que su hermano de un salto en su asiento.

Jerome la mira, luego a mí, y su rostro pasa del aburrimiento a la estupefacción. No dura mucho, parpadea y se ha ido, pero aun así no consigue quitarme los ojos de encima cuando se levanta de su asiento y se acerca para recibirnos. Una pequeña y monstruosa parte de mí siente placer de tener poder sobre alguien más.

—Me temo que no, hermanita —responde, pero estoy segura de que no lo lamenta en lo absoluto. Luego me sonríe, tomando mi mano entre las suyas para llevársela a los labios. Un acto puro de galantería que estoy segura de que le funciona bien con las mujeres-. Sin embargo, ustedes han llegado en el momento indicado.

Giselle parece a punto de dar saltitos de la emoción y yo tengo que obligarme a parecer enamorada, justo como me permití serlo minutos atrás.

—¿Qué tal sí comenzamos? —propone él—. Estoy hambriento.

Su hermana no parece feliz de comenzar la cena sin su padrino, pero Jerome la convence de que de igual forma no habría manera de saber si llegaría en cinco minutos o en cinco días, por lo que la joven se desploma en su asiento resignada, justo cuando Didier aparece por la puerta lateral, acompañado por otra muchacha. Tiene un vestido gris muy parecido al de Colette, pero mucho más simple, sin collar ni mangas de encaje, y al igual que su superior, tiene un rostro demacrado y pálido, a pesar de que no parece ser mucho mayor que Giselle.

La chica se ocupa de destapar las charolas, revelando un banquete estrafalario para tan solo tres personas, o dos... Incluso me deslumbro con lo delicioso que luce, pero no siento nada de hambre. Ni siquiera al mirar los vivos colores de la ratatouille humeante, ni la blandura del filete. Sin embargo, cuando este es cortado, y la carne roja asoma, ahí sí que se me hace agua la boca. No es suficiente para calmar la sed que tengo, no es nada, pero es lo más cercano que puedo llegar a conseguir sin causar estragos. Sin revelar lo que soy. Engullo mi filete en cuestión de segundos y tengo que obligarme a probar el quiche de espinacas cuando Jerome mira hacia mí con curiosidad.

Giselle no para de parlotear, poniendo a su hermano al tanto de los últimos chismes del pueblo. Yo, por mi parte, no paro de arrojar miradas hacia la puerta de entrada, con la esperanza de que el conde haga su aparición.

—¿Vino, monsieur? —Le ofrece Didier a Jerome, sentado a mi lado.

—Qué bien me conoces, Didier —acepta este, acercando su copa.

El mayordomo le sirve sosteniendo la botella con una sola mano, manteniendo la otra oculta detrás de la espalda. Cuando ha terminado, camina en mi dirección.

—¿Vino, mademoiselle?

No me deja responder cuando extiende el brazo y llena mi copa vacía. El olor me llega de golpe, tan potente que me deja aturdida. Miro caer el líquido en un hilo rojo, ligeramente más oscuro que el que se encuentra llenando la copa de Jerome.

Sangre.

Miro a Didier, quien vuelve a esconder la mano detrás de la espalda antes de que los demás noten que me ha servido de una botella diferente, y me arroja una mirada antes de darse vuelta y alejarse.

¿Cómo es posible? ¿Cómo lo sabe? He sido cuidadosa, no he perdido el control...

Miro la copa, sintiendo como mi garganta se seca y se contrae ante el olor. ¿Cuándo fue la última vez que bebí algo? ¿Hace cuatro días? Aquella pequeña oveja berreante fue mi última cena y ni siquiera pude saborearla. Y ahora han puesto esta... esta... ¿Es una trampa? Levanto la mirada, pero Giselle y Jerome siguen enfrascados en su conversación trivial, ajenos a mi agonía.

Sin poder resistirlo más, levanto la copa, y por un momento temo zampármela de un solo trago.

Me obligo a saborearla, casi soltando un suspiro de alivio. ¡Es real! Vaya que es muy real. Su sabor es diferente a algo que haya probado antes, no consigo compararla con nada más. El dolor en mi garganta mengua mientras el líquido baja por ella, cubriéndola como un bálsamo, deseando más, más, más...

—¡Calma! —dice Jerome y me sobresalto—. Bebe despacio o terminarás borracha en menos de una hora.

Me limpio la comisura del labio con mi servilleta y sonrío con timidez.

—Lo siento —digo, y esta vez no finjo estar avergonzada—. Es que... está delicioso.

—Pues sí, es un excelente vino. Muy costoso...

—Nunca antes lo había probado.

—Pues, eso lo explica.

Me obligo a soltar una risa y volver a mi plato de comida insípida. Desearía echarlo a un lado y vaciar el contenido de esa copa de un trago. Presiento que esta será una cena muy larga.

El conde jamás llegó, lo que después de pensarlo tal vez haya sido un alivio. Sin embargo, aún estaba el asunto de Didier. Había llenado mi copa al menos dos veces más durante la cena y mis acompañantes ni siquiera lo notaron. ¿Cómo sabía aquel hombre mi secreto? El hombre es extraño, claro está, pero no creo que sea adivino.

Estuve a punto de apartarme del comedor para hablar con él, cuando Jerome me pidió salir al jardín a dar un paseo. En ese momento sentí que había llegado el momento, me habían descubierto. Pero mientras camino junto a él, sin dejar de escuchar los latidos de su corazón en calma, me doy cuenta de que no me ha arrastrado aquí afuera por eso, así que lo dejo deambular en silencio.

La noche es fría y solitaria, casi oscura. Y agradezco que las nubes hayan cubierto la luna, pues así ninguno de los dos tiene sombra y Jerome no podrá notar la ausencia de la mía. El viento nos azota en fuertes ráfagas, pero ninguno dice una palabra. En realidad, casi no hemos hablado en toda la noche.

—¿Puedo preguntar qué has hablado con mi hermana en mi ausencia? -rompe el silencio.

—No mucho, a decir verdad. Solo le dije lo mucho que estoy enamorada de ti.

—Por Dios, ¿de verdad le dijiste eso?

—Se lo creyó por completo ­—digo, orgullosa.

Él menea la cabeza y sigue caminando con aire ausente. Mete las manos en sus bolsillos y se detiene junto al amarillo sauce que ha comenzado a perder sus hojas.

—Tarde o temprano tendré que romperle el corazón —piensa en voz alta—. Una mentira más, una mentira menos. Cuando ya no eres capaz de contarlas es difícil ver las líneas que la separan de la realidad.

—¿Eso qué significa?

Jerome deja escapar una exhalación y su respiración se nubla ante su rostro.

—Nada.

Se recuesta del tronco junto a mí y pierde la mirada en el amplio bosque ante nosotros. Me pregunto si es de alguna forma capaz de ver lo que yo veo. Si es capaz de escuchar los sonidos de la noche arrulladora como yo la escucho. Aunque odie admitirlo, he olvidado como solía ser ver como humana. Escuchar como humana. Incluso respirar como una.

Me abrazo cuando el viento vuelve a azotarnos y más hojas se desprenden del sauce, cayendo sobre nosotros como una lluvia. Lo hago más por hábito que por encogimiento, pero aun así Jerome se gira hacia mí.

—¿Tienes frío? —me pregunta él, haciendo ademán de sacarse el abrigo.

Vagamente me pregunto si debería dejarle hacerlo solo para complacerlo; fingir que se me ha helado la sangre, como si no la tuviera ya lo bastante fría.

Finalmente, se saca el abrigo sin esperar mi respuesta.

—Gracias —murmuro cuando él lo coloca alrededor de mis hombros, cubriendo el elegante vestido de Giselle.

Sus manos se demoran más de lo que debería, y puedo sentir que su corazón se acelera súbitamente. Retrocede y vuelve a apoyarse contra el árbol.

Una vez más, el silencio nos rodea, pero su corazón no desacelera.

—Deberíamos entrar —sugiero—. Nos espera un día largo.

—Lo sé.

Ninguno de los dos se mueve de lugar, y justo cuando me dispongo a dar el primer paso, habla:

—Quiero darte las gracias. —Me mira fugazmente y vuelve a mirar hacia el suelo—. Por todo esto que estás haciendo. Sé que no deberías.

—No me debes nada.

—Sí, lo hago. Y sé que tienes razón respecto a Giselle. Sé que debería decirle la verdad en lugar de llenarle la cabeza con fantasías, pero no quiero herirla. —Vuelve a mirarme—. Así que gracias, por no echar abajo mis patrañas, incluso cuando deberías haberlo hecho.

Suelto un bufido, pero una diminuta risa le acompaña. Y es que me causa una minúscula gracia la situación.

—Pues, no fue nada. —Me alejo del árbol—. Ahora, Jerome Lombardi, deberías ir a dormir. Tienes que llevarme a Belsierre mañana temprano.

Él sonríe.

—Será todo un placer para mí escoltarla, Lucille Beaumont.

Emprendemos el recorrido de regreso a la mansión cuando una estructura de cristal llama mi atención, dejándome paralizada. Jerome debe darse cuenta, porque de inmediato explica:

—Ese es el invernadero. Quizá sea el lugar favorito del conde en toda la mansión. ¿Quieres verlo?

Asiento con la cabeza y camino en su dirección, atraída como una mosca a la carne. No es el invernadero lo que realmente tiene mi atención, sino lo que puedo ver en el cristal de sus paredes, pues en ellos estoy yo. No es una ilusión, realmente estoy viendo mi reflejo allí.

No tiene plata, pienso. No es como los espejos.

Y por primera vez en cinco años, me veo como una humana. Puedo ver mi reflejo en otro lugar que no sea el agua y me sorprende todavía más que la chica que me regresa la mirada sea yo. Ella luce bastante guapa en su fino vestido marfil, parece llena de vida, incluso feliz. Y por un momento, siento celos.

—¿Qué sucede? —pregunta Jerome a mi lado, dándose cuenta de que no he escuchado una sola palabra de lo que ha dicho sobre las plantas en el interior.

Me importan un bledo las plantas y flores que tenga el conde en su caja de cristal. ¡Estoy viendo mi reflejo! Lentamente me descuelgo el abrigo y me miro descaradamente.

—Pues sí es guapa —susurro.

En el reflejo del cristal puedo ver que Jerome desvía la mirada, tratando de ocultar su sonrisa. Ahora puedo comprender por qué me había mirado como lo hizo durante la cena. ¿Y cómo no? Prácticamente había metido a una arrabalera a su casa, y luego, había cenado con una dama de la corte. Hasta yo me asombraba de mi aspecto. ¿Hacía cuanto que no veía esa expresión? ¿Esos ojos iluminados por la luz? Y sobre todo, ¿hacía cuanto que nadie me miraba de la misma manera en que Jerome me está mirando ahora?

Esta no soy yo, me digo. Es un disfraz.

—A mí me agrada —le oigo decir a mi espalda.

—¿Y cómo no? Eres un seductor.

—¿Eso piensas? —pregunta. Su corazón ha vuelto a acelerarse.

Lo veo de arriba abajo con descaro, y sonrío.

Jerome es apuesto, y estoy bastante segura de que él lo sabe. Casi puedo imaginar la cantidad de mujeres que han de derretirse a sus pies cuando las mira de la misma manera en que me está mirando. Y ser un joven apuesto de la alta sociedad debe facilitarle infinitamente las cosas.

—Eso veo —digo, alzando mis ojos hacia su rostro.

Hay una parte de mí que quiere jugar. La parte más cruel, aquella que todavía me cuesta un poco mantener bajo control. Pero, ¿que ganaría con ello? Jerome es un humano, tengo que recordarme; es propenso a los daños. Y muy a mi pesar sé que, si me permitiera jugar con él, terminaría hiriéndolo, en el mejor de los casos.

Él toma mi acusación como un desafío. Puedo ver que le divierte.

—¿Y eso te molesta? —pregunta, dando un paso más cerca. Y una vez más, intenta envolverme con su voz seductora—. ¿Te molestaría que intentase conquistarte?

Suelto una risa que no me pertenece, sino a la criatura que comparte mi cuerpo. Abro la boca para decir algo más y de pronto hay un movimiento en el cristal detrás de su cabeza, el reflejo de un hombre. Nos observa desde uno de los balcones de la mansión, oculto entre las cortinas que ondean en el viento.

—Yo no haría eso si fuera tú —le digo, tratando de mantener la calma y empleando la misma voz que él ha usado. Le entrego su abrigo y me doy la vuelta—. Que tengas dulces sueños, Jerome Lombardi.

Me encamino hacia la mansión con un Jerome muy confundido pisándome los talones.

El hombre ya no está en el balcón.

Tengo que esperar a que Jerome se encierre en su habitación para poder abandonar la mía. Miro el pasillo oscuro de lado a lado para comprobar que no haya nadie más despierto y salgo a toda prisa. No tengo la menor idea de cómo llegar allí, pero después de dar un par de vueltas, finalmente encuentro un segundo tramo de escaleras que ascienden. Aguzo todos mis sentidos, agradecida por esas copas de sangre que me ha servido Didier, y comienzo a subir.

El piso superior está incluso más oscuro que el anterior, y el olor de las flores abunda por el lugar, demasiado fuerte. Me detengo en el rellano y mido mis opciones. No encuentro una ventana cerca y no sé en qué dirección debería ir. Es fácil perderse en aquel lugar. Finalmente, decido echarlo a la suerte y recorro el lugar por mero instinto. Abro una puerta y descubro una biblioteca, está sumida en sombras, pero amplifico mi visión y compruebo que no hay nada más allá de estanterías y mesas de estudio. Abandono el lugar y sigo con la siguiente puerta, descubriendo estudios y salones, puerta tras puerta me direcciona a una habitación vacía e insignificante, hasta que llego a una que, tras echar un vistazo al interior, descubro las puertas del balcón abiertas. Las cortinas ondean con el frío viento otoñal con aspecto fantasmal.

Me saco el cuchillo de la manga y cierro la puerta detrás de mí.

Escaneo el salón con la mirada; es una galería de arte, por lo que cientos de cuadros y bustos decoran el lugar. Me muevo entre las obras y los pedestales de cristal con cuidado de no tirar nada al suelo. Las cortinas se estiran en el aire y me dificultan la visión del balcón, así que, cuando estoy lo suficientemente cerca, tiro de ellas en un rápido movimiento y me impulso hacia adelante. No hay nadie.

Desde este lugar puedo observar el jardín en su totalidad. Observo el invernadero, justo el lugar donde Jerome y yo estuvimos hace tan solo unos minutos. Qué extraño, pienso, comenzando a extraer mi segundo cuchillo de mi otra manga. Lo hago lenta y calculadamente, y luego lo arrojo de golpe hacia mi espalda cuando una sombra comienza a moverse entre las pinturas.

El hombre lo ataja en el aire ante su rostro y me mira fijamente.

—Esa no es forma de tratar a un anfitrión —dice con calma.

—Conde Rinaldi -adivino.

—Es curioso —dice, estudiando el arma en su mano. No parece que le moleste tocarla aunque esté consagrada—. Es la primera vez que una neonata pisa esta casa, pero es fácil adivinar quién te ha dejado entrar. Mi ingenuo ahijado sigue sorprendiéndome con su elección de amigos. Es tan fácil de influenciar.

—Tengo ese efecto en los hombres.

—Ah, seguro que sí. Es parte de nuestra naturaleza. No existe humano, mujer u hombre, que pueda resistirse. Son todos débiles.

—¿Lo dice por experiencia?

Él hombre comienza a desplazarse por la galería y lo imito. No ha soltado mi cuchillo, por lo que yo tampoco suelto el que me queda.

—¿Sabe Jerome lo que eres? —pregunta.

­—¿Lo sabe de usted?

La comisura de su labio se alza en una sonrisa perversa.

—Eres una joven interesante. Un espécimen bastante dotado, al parecer. Te he observado desde que llegaste y has demostrado un autocontrol digno de admirar. ¿Puedo preguntar hace cuánto ocurrió tu cambio?

No estoy segura de que me agrade que se refieran a mí como un espécimen, pero lo dejo pasar. En especial porque el hombre no parece tener ningún reparo en sus declaraciones.

—No he venido a hablar sobre mí, monsieur.

—Pues eso es obvio. Algo has de querer, pero la cuestión es, ¿el qué?

Jean Paul me evalúa, me doy cuenta, y saca un informe detallado sobre mí. Su mirada es demasiado penetrante y pesada, podría decir que incluso intimidante. No parece tener más de cuarenta años, apuesto, con un semblante algo sombrío, quizás, pero emana altivez y riqueza. Debe ser un vampiro poderoso.

—Dígamelo usted; me ha estado vigilando.

Él sonríe y no puedo dejar de mirar sus perlados dientes, perfectamente alineados.

—No soy brujo, niña -dice-. No leo mentes ni veo el destino en mi bola mágica, pero el tiempo me ha enseñado a conocer a las personas... En especial a los que son como yo.

—Yo no soy como usted.

—La parte más difícil, después de controlar tu apetito voraz, es aceptar el cambio. Asimilar que estás entre la línea de los vivos y los muertos. —Suspira—. Ah, sí. Que tiempos terribles aquellos. Difícil de aceptar, sí. Pero eres igual a mí. -Levanta el brazo y estudia el cuchillo una vez más-. Puede que incluso peor.

Antes de que pueda verlo, arroja el cuchillo en mi dirección y lo tomo tan solo unos centímetros antes de que toque mi rostro. Entonces veo que el conde ya no está donde lo había dejado. Giro sobre mis pies y lo encuentro de nuevo junto al balcón. Las cortinas ondean junto a él como una capa que combina a la perfección con su costosísimo chaqué blanco.

—Si somos como dice, ¿por qué cobijar bajo su ala a dos huérfanos indefensos?

—«Porque Dios no es injusto como para olvidar vuestra obra y el amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos», ¿o no es eso lo que predican los religiosos?

Me sorprende sobremanera que sea capaz de recitar el libro sagrado sin impedimento alguno, en especial el nombre del Creador, pero no se lo dejo ver.

—No parece usted un hombre devoto -digo en su lugar.

Se ríe, y aquel sonido parece roerme los huesos.

—Debemos aferrarnos a cualquier esperanza de salvación, ¿no te parece? El infierno no pinta ser un lugar agradable.

Sé que es una mentira vil, pero aun así...

—¿Qué sabe sobre romper la maldición? -le pregunto.

Él se gira y me mira con el ceño fruncido.

—Perdón, ¿cómo dices? ¿Romper la maldición?

—Ya sabe... Sí destruyo a mí creador...

Su potente risa me desconcierta.

—¡Destruir a tu creador! Oh, mademoiselle. ¡No crea usted en cuantos de hadas! Estamos condenados al infierno, y eso nada lo cambiará.

—Pues, yo no pienso igual. Las leyendas dicen...

­—Entonces es usted estúpida. Las leyendas son solo eso. ¡Nadie nos salvará! El Creador nos ha dado la espalda, y la única vida que nos espera después de esta muerte son las llamas purificadoras del fuego eterno. No existe modo alguno de romper nuestra maldición.

Había esperado una respuesta como esta, pero aun así es duro de escuchar. Sin embargo, no pienso darme por vencida, no todavía.

Suspiro profundamente y doy un paso hacia él.

—Es curioso su anillo, monsieur —le digo. Él se sorprende por el brusco cambio de tema y mira el objeto en cuestión. Jerome no mentía, es la misma joya—. Yo poseo uno igual.

Él no demuestra nada, su rostro se mantiene impasible.

—¿Ah, sí? —Muestra interés—. Qué extraña coincidencia. ¿Me dejarías verlo?

Meto la mano por el cuello del vestido y tiro de la cadena para mostrárselo. Él hace una mueca despectiva ante la cercanía de la plata, pero no me reprocha por ello. Él puede recitar al libro sagrado pero es incapaz de soportar la plata, ¿quién lo diría?

Estudia el anillo en su mano, evaluándolo superficialmente.

—¿Dónde lo has conseguido? ­—pregunta, aunque no parece realmente interesado.

—Fue un obsequio. Me dijeron que era una pieza invaluable y que lo mantuviera siempre cerca, pero desconozco su significado.

—Bueno, creo que «Rubis de Sang» era el nombre de un prestigioso club de mercaderes que se dedicaban a la exportación de diamantes. Yo heredé el mío de mi difunto padre, hace unas buenas décadas, ¿o eran siglos? La verdad ya he perdido la noción del tiempo.

¡¿Siglos?!

El anciano debe notar mi decepción, pues chasquea la lengua y sacude la cabeza.

—Siento no ser de ayuda, mademoiselle.

—No pasa nada —miento, volviendo a ajustarme la cadena al cuello de mala gana. Por lo más sagrado, ¿un siglo? ¿Después de todo este tiempo realmente no significa nada?

El hombre vuelve a retroceder hacia el balcón.

­—Me temo que debo irme, pero tenemos que terminar nuestra conversación en otro momento. Espero que hayas disfrutado de la cena, la he cazado especialmente para usted. —Me guiña su ojo y comienza a retroceder. ¿Qué se supone que significa eso?—. Hasta entonces, mademoiselle Lucille. Qué bonito nombre, si es que es el verdadero...

No me da tiempo a reaccionar cuando salta por el balcón, para segundos más tarde alzar el vuelo con membranosas alas de murciélago saliendo de su espalda.

Algo ha cambiado en mí por la mañana, y no me refiero solo a que he vuelto a ser una arrabalera cuando el sol se alza, sino por lo que sucede mucho antes. Después de que el conde abandonase la mansión, estuve decidida a hacerlo también. Mis planes habían sido infructuosos y mis descubrimientos inútiles. ¿Por qué debía permanecer allí por más tiempo, si la única pista que pensé que podría darle el sentido a mí vida acababa de ser destrozada? Aun así, no pude irme.

El sol sale, terminando con el encanto de la noche anterior, cambiando el elegante vestido marfil por los pantalones y la raída camisa blanca. Las finas zapatillas por las botas gastadas. Las horquillas en el pelo por las dagas bajo la capa. Me he quitado el disfraz de princesa y he pasado del cuento de hadas a la pesadilla.

Incluso cuando Giselle insiste en darme algo de ropa para el viaje, la rechazo. Todavía me queda algo de dignidad. Por fortuna, el conde no está en la mansión para el momento en que Jerome y yo partimos, pero si tuve que despedirme de Giselle, asegurándole que no tenía ninguna intención de robarle a su querido hermano, quien en un par de semanas él volvería con ella. Después de mi pequeña conversación con el vampiro, una parte de mí se sentía verdaderamente preocupada de dejarla sola en aquella mansión. Quería creer que no se atrevería a hacerle daño, después de todo, había vivido bajo su techo por diez años, y aunque no me hubiese tragado el cuento de que los había acogido solo para conseguir la absolución, confiaba en que de verdad sentía aprecio por sus ahijados... o al menos por Giselle.

Es aquello lo que retumba en mi cabeza mientras caminamos de regreso al pueblo, donde Jerome me aseguró que nos encontraríamos con un amigo suyo llamado Remi que, según me dijo, era un trotamundos. Él nos llevaría hasta Belsierre a cambio de unos pendientes de oro y una caja de bollos recién horneados.

Mientras espero fuera de la pastelería a que el tal Remi aparezca, algo en la plaza llama mi atención. Hay un grupo de personas pululando, algunos se acercan y vuelven a alejarse hablando entre dientes. Y cuando Jerome llega a mi lado, cargando dos cajas de bollos glaseados en los brazos, le pregunto:

—¿Qué está sucediendo allá?

Él estira el cuello y hace malabares para guardar las monedas sobrantes en su bolsillo mientras sostiene las cajas con su otro brazo.

—Ah, eso... —Hace una mueca—. Un grupo de condenados, tal vez. Mesdemoiselles... —Saluda a un grupo de chicas que se pavonean junto a nosotros, arrojándole miradas pícaras y pestañeando más de lo debido.

Las ignoro y le miro, incapaz de creer el desinterés con el que lo ha dicho.

—¿Qué quieres decir con «condenados»?

Él aparta la mirada de las damas solo para mirarse los zapatos al tiempo que dice:

—Bueno, tal vez sea un grupo de licántropos, o vampiros. Los cazan y los exhiben en la plaza, por si hay algún pariente que los ha creído perdidos. Si es así, pueden tomar sus cuerpos y darles sagrada sepultura con la esperanza de salvar sus almas.

Miro nuevamente hacia el alboroto con horror.

—¿Quieres decir que están muertos? —Jerome asiente—. Pero, ¿por qué? No comprendo... Los purificadores no permiten que una criatura de la noche sea expuesta por mucho tiempo después de la muerte.

Eso no es obra de los purificadores, sino de los mismos habitantes.

—¿Qué? Pero...

—Digamos que en Rochet no esperan que los cazadores de la Iglesia lleguen para salvarlos —explica él—. En los últimos meses se han encargado del asunto ellos mismos.

Permanezco inmóvil en mi lugar, sintiendo un extraño retorcimiento en las entrañas. Cuando la multitud comienza disiparse, desplazándose por el mercado, el lugar queda lo suficientemente despejado como para observar la escena: hay tres ataúdes medio destartalados apoyados contra el muro de la fuente, de manera que quedan inclinados. En ellos hay tres hombres, sucios y pálidos por la muerte. No parecen tener heridas mortales a simple vista, lo cual es extraño, considerando que hayan sido cazados.

Jerome parece pensar lo mismo que yo, pues agrega:

­—No creo que sean condenados...

—¡Claro que no, monsieur! —responde un anciano que camina cerca—. Los han hallado esta mañana cerca del arroyo, ¡sin una sola gota de sangre!

—Por Dios, ¿han sido drenados? ¿Han encontrado al responsable?

—Me temo que no, monsieur. Pero se cree que fueron atacados durante la noche y han tirado sus cuerpos al río.

Tengo un mal sabor de boca.

La he cazado especialmente para usted.

¿Será posible qué...? Sacudo la cabeza para interrumpir el pensamiento, pero aun así la pregunta permanece rondando por mi cabeza; ¿será posible que a esto se refiriese el conde? No es posible que sea el único vampiro en Rochet... Pero, ¿y si lo fuera?

—Sus cuerpos deben ser cremados de inmediato —le digo al hombre, quien hace una mueca y mira hacia los muertos.

—Si sus familiares no aparecen, me temo que serán tirados a una fosa común.

—No pueden hacer eso. No saben si el vampiro los ha reclamado, ¡entonces volverán a alzarse y cazarán!

—Me temo que yo no puedo hacer nada, mademoiselle. Soy solo un simple espectador, igual que usted.

Una parte de mí se siente rota e indignada por la poca humanidad de la situación. La otra parte, la menos humana, no puede dejar de pensar que son unos necios. Y no solo los habitantes, sino también los purificadores encargados de la seguridad de Rochet, por el fatídico error de permitirles hacer esto. ¿Es que no saben que una víctima de vampiro debe ser incinerada al instante después de su muerte? Si no lo hacen, un nuevo vampiro podría despertar, y sé de primera mano que una estaca en el corazón no bastará para matarlos.

Doy un paso hacia adelante, pero me detengo. No hay nada que pueda hacer por ellos, y con solo mirar alrededor es fácil darse cuenta de que los habitantes de Rochet están acostumbrados a este tipo de actos.

Y, por lo más sagrado, ¡el conde me ha dado a beber esa sangre!

­—¿Lucille? ­—tardíamente me doy cuenta de que Jerome ha dicho algo y que un sujeto en un destartalado carruaje jalado por un par de caballos mestizos se ha detenido frente a nosotros, cubriendo la espantosa vista.

—¿Alguien pidió los servicios del buen Remi Fayolle?

—¡Ya era hora! —exclama Jerome—. Comenzaba a creer que te habías marchado sin mí. ¿Cómo has estado, Remi?

Jerome lanza su bolsa dentro del carruaje y estrecha la mano de Remi en un amistoso saludo antes de subir. Entonces, como el seductor y caballero que es, se ofrece a ayudarme a subir también.

—¡No he estado mejor en la vida, mon ami! —Responde Remi con un profundo acento de Terrain al tiempo que se fija en mí—. ¿Quién es la preciosa fleur que nos acompaña? -Se quita el sombrero, galante-. Bonjour, mademoiselle.

—Ten cuidado, Remi —advierte Jerome, divertido—. Esta flor muerde.

—¡Maravilloso! —exclama—. Una fleur exótica, entonces.

La energía desbordante de Remi es contagiosa, y muy a mi pesar no puedo evitar sonreír. Él es joven, tal vez un poco mayor que Jerome. Tiene la tez bronceada y el cabello rizado y oscuro. Tiene pinta de campesino, pero supongo que es por el estilo de vida que lleva. Y su acento es agradable.

Bonjour, Remi —respondo, tomando asiento—. Es un gusto.

—El gusto es todo mío, bella fleur.

Pone el carruaje en marcha y comenzamos a salir del pueblo.

—Aquí tengo lo que te he prometido —anuncia Jerome, pasándole una pequeña caja de madera junto con la caja de los bollos.

—¡Mis bollos de crema! —No se contiene y abre la caja para sacar uno y darle una buena mordida—. ¡Esto es lo que más me gusta de Rochet! Lo único, en realidad. Rochet es un pueblo horrible.

—¿De qué rincón de Ivorea viene para deslúmbranos con sus cuentos el gran trotamundos Remi Fayolle? —Le reta Jerome—. ¿Qué lugar ha visto, para que los parajes del viejo Rochet le parezcan poca cosa?

Él todavía saborea la crema de su bollo, por lo que se demora en responder.

—Deberías ver las pintorescas campiñas de Terre Sainte. —Suelta un suspiro de anhelo—. Creo que no existe nada más bello... Excepto tal vez la bella fleur que está sentada en silencio en la parte de atrás de mi modesto carruaje. Pero sí, definitivamente es el mejor lugar que he visto hasta ahora. Si algún día quieres cambiar de vida, Terre Sainte es el lugar para hacerlo.

—Podría apostar a que es mucho más agradable que la «bella fleur» —digo—. Es un lugar tranquilo, y las personas son muy agradables.

—¿Has estado en Terre Sainte?

Sonrío en mi lugar.

—He estado en toda Ivorea —respondo.

Ambos hombres me miran con escepticismo.

—¿Qué tal Elisse?

—Playas grises, aburridas, y el olor a pescado de los muelles es asqueroso.

—¿Manoire?

—La ciudad que nunca duerme... Hermosa, pero ruidosa. Llena de prostitutas y vagos.

—¿Sommetown?

—Nieve maravillosa. El mejor chocolate caliente que he probado en mi vida lo venden en una pequeña taberna llamada L'errance. Me parece el lugar indicado para los errantes como tú y yo, Remi.

Remi se gira en su asiento para mirar a Jerome sobre su hombro, y aunque este parece igual de sorprendido, se encoge de hombros al decir:

—Parece que no eres el único trotamundos abordo.

Remi coloca una mano sobre su pecho con dramatismo y sonríe.

—Creo que estoy enamorado.

—Y de todos los lugares en los que has estado, ¿cuál ha sido tu favorito? -me pregunta Jerome. Remi me mira con atención, esperando mi respuesta.

Me propongo mentir, mencionar uno de los lugares más lejanos posibles..., pero la realidad es que hay un solo lugar al que mi alma condenada desea regresar.

—Emeraude. —Antes de que alguno de los dos pueda preguntar la razón, suelto una risa forzada y finjo diversión—. Remi, ¿puedo preguntar por qué has pedido unos pendientes de oro?

—¡Oh, eso es para mí santa madre!

—Esa es su manera de pedirle perdón por ir tan lejos de casa por tanto tiempo -me explica Jerome.

—Ella no entiende mi espíritu libre.

Ambos se ríen, por lo que yo también finjo hacerlo.

El destartalado carruaje se bambolea y cruje mientras nos alejamos lentamente de Rochet y yo solo puedo pensar que, por primera vez en cinco años, no estoy sola... Y no sé cómo sentirme al respecto.

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