1. Un traje verde manzana

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No podía creerme que estuviera viviendo en la Gran Manzana. Era increíble. Un sueño cumplido. Había pasado de vivir en un pueblecito del norte de Montana, siempre nevado y cuyas únicas tiendas eran de alimentación, a vivir en Nueva York, la ciudad que nunca duerme; además, literalmente. Era algo que había deseado, y más después de haber visto mil veces El diablo viste de Prada, Manhattan, Desayuno con diamantes... A pesar de que mi trabajo me permitía vivir en cualquier lugar del mundo, tardé mucho tiempo en irme de mi pueblo.

Por una razón.

Por una persona, más bien.

El capullo de Irvine.

Irvine y yo habíamos salido juntos desde los quince años hasta los veintidós. Siete años de relación con un imbécil. Un cabrón. Un infiel de mierda. No me gustaba insultar, era mi actividad menos favorita del mundo, pero Irvine lo merecía. Me había engañado con una mujer diez años mayor que nosotros durante tres años. TRES AÑOS.

¡Que le faltaba atención, decía el muy burro!

Fue su engaño el que me impulsó a dejar Kalispell, hacerle caso a mi hermano mayor e irme a Nueva York de una buena vez. Me vendría bien un cambio de aires y tener a uno de mis pilares más cerca de mí después de muchos años.

Me dedicaba a las redes sociales desde bien jovencita; lo seguía siendo, ojo. Mientras estaba en la secundaria, exponía mi vida en un blog en el que contaba cosas bastante random como las razones por las que no veía la tele, por qué no me gustaba mi nombre, explicando el buen ojo que tenía para diferenciar colores casi idénticos, entre muchas otras cosas. Lo hacía más bien para mí, porque me gustaba escribir. Pero un día se me ocurrió poner un contador de visitas y añadir un botón para que la gente que quisiera pudiera seguir el blog. Aluciné lo que no está escrito cuando los seguidores subieron como la espuma, al igual que las visitas. Como cuando sacudes con fuerza la lata de un refresco con gas y la abres sin contemplación alguna; más o menos así.

Poco a poco la gente comenzó a conocer el blog; en el pueblo se hablaba de él y en las redes sociales también, así que decidí abrirme un canal de YouTube, que para la época era aún muy nuevo y lo único que había en la plataforma era el vídeo de un tío yendo al zoo y gameplays de mil y un juegos. Siempre había sido una persona charlatana y con muchas cosas que contar a mundo, así que me lancé de cabeza sin mirar la cantidad de agua que había en la piscina. La gente comenzó a seguirme en el canal y los que me descubrían en él, hacían lo propio en el blog. Y... ¡tachán!

Con casi diez millones en YouTube y cinco en el blog, vivía de las redes sociales a tiempo completo, lo que no implicaba tener dinero para bañarme en él, pues la monetización de YouTube es lo más irregular que he visto en mi vida. Vivía en un piso de una habitación y media (media porque la segunda habitación con faenas encajaba un trípode) a las afueras de Manhattan, pues no quería sobrevivir en Nueva York, quería vivir. La vivienda es cara, amigos y amigas.

Vivir en la Gran Manzana me daba la oportunidad de trabajar más, colaborar con otras personas del mundillo, hacer cositas con marcas que estaban interesadas, eventos, etcétera. Obviamente, en un pueblo perdido de la mano de Dios, no había nada de eso.


Esa noche tenía un evento, el primero desde que estaba en Nueva York. Estaba muy emocionada e ilusionada, pues era la presentación del nuevo libro de una de las escritoras románticas del momento y esta era mi amiga desde hacía un tiempo. Una de mis cosas favoritas a comentar en mi canal de YouTube eran los libros, de lo cual me permitía hablar sin problema alguno ya que tenía un contenido muy variado. Amaba la lectura por encima de la pizza de queso y el chocolate blanco, así que imaginad el nivel. Años atrás, una chica me mandó su primer libro para que lo leyera y reseñara y, a partir de allí, se convirtió en una de mis mejores amigas entre charlas de libros y más cositas.

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