La luna y el preso

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Se conocieron huyendo de la policía. Literalmente.

La habían detenido por beber en la vía pública y resistencia a la autoridad (aunque ella mantenía que lo único que había hecho era reírse de las palabras del agente). Los dos agentes estaban intentando que les presentara su identificación cuando apareció la manifestación.

Pensándolo en retrospectiva, deberían haberlo previsto. Era veintiocho de junio, y ellos estaban en Chueca. Era obvio que en algún momento ambos grupos iban a colisionar.

Raquel recordaría siempre el primer momento en que vio su figura: todo violeta y plata, con el rostro cubierto por un pañuelo y una capucha, gritando por el megáfono que llevaba en la manos enguantadas, al frente de una marabunta de gente con pancartas, y enarbolando una bandera arcoíris. Le recordó a aquel cuadro de Delacroix, "La libertad guiando al pueblo".

Entonces el dirigente de la manifestación vio la escena, y la protesta se detuvo. Otro de los cabecillas trató de agarrarle por el brazo e impedir que abandonara la marcha, pero él había fruncido el ceño y se dirigía a grandes zancadas decididas hacia la policía. A sus espaldas, sus compañeros gritaban.

-¡A, vuelve! -pero no escuchaba- ¡Nos meterás en un lío!

-¿Hay algún problema, agentes? -preguntó con una autoridad que se había otorgado a sí mismo. Su voz sonaba ahogada por el pañuelo, imposible de identificar, pero firme, nada impresionada.

-Por favor, siga su camino. Aquí no hay nada que ver.

-¿Estás bien, camarada? -ignoró a los agentes y preguntó directamente a Raquel, que se encontró inmersa en aquellos brillantes ojos azules (la única parte visible de su cara) sin saber qué responder. Titilaban como estrellas bajo aquellas delicadas cejas rubias- ¿Qué ha ocurrido?

Pero el alcohol y la vehemencia de esa mirada le atacaban la lengua, y Raquel no podía abrir la boca.

-Siga su camino, por favor -repitió el agente, al que por lo menos hay que concederle que no perdió rápidamente la paciencia con esa irritante figura enmascarada. El otro fruncía los labios y se llevaba las manos al cinturón- . O me veré obligado a detenerle por interferir con la labor policial.

Quizá no debió haber dicho eso. El ceño del enmascarado se frunció aún más, y allí empezó la disputa.

Más adelante, Raquel sería incapaz de recordar qué se habían gritado exactamente. Pero recordaba los gritos. Los gritos del encapuchado violeta (aunque en realidad, en ningún momento alzó la voz), los gritos de los policías, los gritos de los manifestantes que observaban la escena un poco más lejos, entre las terrazas de la plaza de Chueca.

-¡Bueno, se acabó! -finalmente se hartó el policía- ¡Arrestado también!

Y entonces cundió el caos.

Otro de los dirigentes de la manifestación lanzó una bomba de humo, y de pronto el mundo se volvió blanco. Raquel olía el azufre, escuchaba gritos y cientos de pasos, pero no podía ver nada. Más bombas de humo llovieron, y empezaron los golpes.

Raquel sintió que alguien le tiraba del brazo, y confundida como estaba, se dejó arrastrar. El mundo seguía siendo gris, y aquello que tiraba de ella era su único ancla con la realidad.

Corrieron durante lo que le parecieron horas. Cuando al fin se detuvieron y Raquel pudo ser consciente de lo que la rodeaba, ya no había humo, y estaba agazapada detrás de unos contenedores de basura en un callejón, junto al enmascarado de violeta, que en ese momento se deshacía de su sudadera para dejar ver una coleta plateada que le llegaba hasta el pecho... pecho de mujer.

-¡Pero si eres una cría! -exclamó sorprendida, al ver la tersa piel blanca y las facciones suaves y armónicas de la manifestante. No aparentaba más de veinte años.

-Aquí estamos a salvo, camarada. ¿Puedes quitarte la sudadera? -aún medio ida, Raquel asintió, y se despojó de su sudadera verde, atándosela a la cintura- Suéltate el pelo también. Eso es. Toma -y le tendió un pintalabios rojo. Raquel tardó en comprender qué se suponía que tenía que hacer con él.

Mientras tanto, la manifestante también se había transformado por completo. Debajo de la sudadera había una camisa blanca, y de la mochila que llevaba a la espalda sacó unos tacones tan altos que parecían zancos. Si ya era alta antes, ahora le sacaba a Raquel más de una cabeza y media. Se soltó el pelo, que le cayó como una cascada de plata sobre la espalda. No parecía que hubiera salido de una manifestación, sino de una discoteca.

-¿Y todo esto? -alcanzó a preguntar, distraída con la forma en que uno de los bucles del flequillo se columpiaba sobre su marmórea mejilla izquierda. Tenía la naricilla respingona, de perfil griego, recordó Raquel.

-Camuflaje -frunció sus delgados labios pintados de granate en un amago de sonrisa- . No están buscando a dos delicadas señoritas que vuelven de fiesta. ¿Por qué te retenían?

-Por beber en vía pública -tartamudeó Raquel, aunque con la carrera, hacía tiempo que se le había pasado la embriaguez.

La otra hizo una mueca de disgusto, pero no dijo nada.

-Vamos, te acompañaré a casa, camarada. Mejor que no vuelvas sola. ¿Dónde vives?

-Oh. En Tirso de Molina. Hay línea directa de metro, puedo volver sola, no...

-Mejor que no. Cogeremos un coche, camarada. Te llevaré.

-Raquel.

-¿Qué?

-Que nada de camarada. Me llamo Raquel.

Ella sonrío, pero no dijo su nombre, como Raquel esperaba. Se enganchó a su brazo, como si fueran pareja, y ensayó una sonrisa estúpida que se mantuvo en su rostro hasta que encontraron uno de esos coches de uso público libres. Había tenido razón: nadie las miró dos veces. La manifestante la metió en el coche, y se quitó los tacones y la sonrisa antes de sentarse al volante.

Condujo en silencio, atenta a todo lo que pasaba por la calle. En Gran Vía, aún se veían restos de la manifestación y de la fiesta: varias personas con los rostros pintados y banderas de colores que se dirigían al metro arrastrando los pies, solos o en pequeños grupos, y varios coches de policía que patrullaban el barrio. Raquel se preguntó si habría habido detenidos.

La manifestante aparcó prácticamente a la puerta de su casa, y se quedó esperando junto al coche mientras ella se dirigía al portal. Pero Raquel no podía sacarse su mirada fiera, que ahora sentía clavada en su espalda, de la cabeza, y tuvo que volverse hacia ella.

Le pareció un rayo de luna. Tan etérea que no podía ser real. La piel pálida enmarcada por el cabello de plata titilante, los brillantes ojos azules, la armonía y la fuerza de su cuerpo. Parecía una diosa griega, y no podía ser real. Era la luna que rielaba entre los barrotes del preso que llevaba demasiado tiempo en la oscuridad, la estrella polar manteniendo su guía en la noche más oscura para el navegante.

-¿Volveremos a vernos? -acertó a preguntarle, con voz tímida.

-¿Acaso quieres más problemas?

-Oh, los voy a tener igual. Pero estaría bien tener a alguien como tú que me saque de ellos.

La manifestante esbozó una sonrisa, esta vez de verdad. Una sonrisa reluciente como una estrella.

-Pásate por el café Van Gogh el próximo jueves, a las ocho. En Moncloa. Quizá te interese lo que tengo que decir.

-¿Eso es una cita?

-Hasta luego, camarada -pero no borró la sonrisa.

-¿Y no me vas a decir tu nombre?

Pero ella se perdió en el coche, y arrancó de un brusco tirón. Había que conducir muy bien para llevar bien uno de esos cacharros. Ella no lo hacía.

Raquel recordó entonces que uno de sus compañeros la había llamado A. Y le dio para sí misma el nombre de Artemis, la diosa griega de la luna y la caza que, si hubiera tenido un rostro humano, sin duda habría sido el de aquella revolucionaria de plata y violeta.

Café Van Gogh (Les Miserables AU)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora