Familia- llévame a casa

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Roger ni siquiera saber por qué está tan enfadado, se supone que ese es un día feliz para él; bueno, no para él, pero sí para su mejor amigo, lo que hace que sea esencialmente lo mismo porque están tan unidos que juraría que sienten y piensan juntos, incluso alguna vez se han sorprendido con ideas clónicas exclamadas al unísono.

Ahora, cuando se le ocurra o bien una tontería a una genialidad, solo se escuchará la soledad de su voz gritándola en su cuarto. Si al menos fuera lo suficientemente amplio como para que hubiera eco... Pero ¿A quién pretende engañar? A partir de ahora él está por su cuenta.

Debería alegrarse por Tomás, realmente debería, pero no puede y eso lo hace sentir malditamente culpable. Sabe que no es su culpa pero se siente traicionado y receloso cuando recuerda el momento en que, corriendo y saltando, su mejor amigo lo buscó para comunicarle la gran noticia. Le brillaban los ojos, como si estuviera a punto de estallar en un llanto alegre; debe admitir que eso le dolió ¡Tomás nunca había llorado por él! ¿Y ahora apenas podía contener las lágrimas por una pareja de desconocidos?

¿Acaso lo querían ellos? ¿Lo conocían suficiente como para poder amarle? No, seguro que no. Ellos no sabrían que Tomás duerme los domingos por la mañana porque pasa los sábados por la noche despierto para ver ese programa que tanto le gusta.

Seguro que tampoco saben que cuando le da una rabieta solo se calma si cantas una canción que nadie sabe de dónde ha salido pero que Tomás cantaba desde que llegó a ese lugar. Casi puede imaginar a sus nuevos padres tratando de consolarlo sin éxito mientras él tiene todas las soluciones encerradas en su corazón, junto a los recuerdos.

Esa misma mañana Tomás había hecho la maleta con tanto brío que parecía un ser totalmente distinto al que llegó al lugar, nueve años antes, cuando solo tenía cuatro y apenas sabía contar como para indicar su edad.

Ah, Roger todavía recuerda esa tierna noche. Él doblaba la edad del recién llegado y llevaba desde que nació viviendo en aquel hogar frío y compartido. Ocho años solo, rezagado y sin ganas de comunicarse con los demás criajos que iban y venían.

Roger siempre supo, cuando un niño nuevo llegaba, que no duraría demasiado. Solían ser criaturas menudas con expresiones ojipláticas y gestos tan torpes como encantadores; quizá por eso eran escogidos tan rápido. No sabe porqué pero él no tuvo esa suerte cuando era pequeño y cuando alcanzó cierta edad, mas o menos los siete años, se dio cuenta de que su figura era más estirada que la del resto. Era demasiado mayor como para ser deseado.

Pero algo cambió con la llegada de Tomás. El infante era algo mayor que el resto, no por ello se mostraba condenado a las miradas huidizas de los potenciales padres, sino que era un niño lindo e inteligente, así que habría tenido lógica que fuera adoptado con relativa rapidez. Pero no lo fue y Roger supo que sería así desde la primera noche que pasó con él.

Fue una noche de tormenta, él estaba llorando en su habitación como de costumbre, porque cuando era más pequeño le aterraban los truenos. Un recuerdo lejano de gritos y platos rotos era evocado con cada rayo, como si su resplandor le trajera fragmentos de un pasado que no quería ser recompuesto.

La cuestión era que el niño nuevo tuvo la osadía de entrar en su cuarto, acostarse en su cama y darle su oso de peluche para que no llorara. Él pensó en rechazarlo, henchido de su típico orgullo infantil. Cuando se volteó hacia él para echarlo de su dormitorio solo pudo quedarse callado y abrazar al peluche.

El chico había sido abandona a las puertas del orfanato de forma imprevista, por eso le habían dado un pijama que no le quedaba del todo bien, resbalaba por sus hombros dejando a la vista su piel lechosa. Roger vio en ella oscuros círculos de poco diámetro pero gran dolor, él conocía la naturaleza de esas cicatrizes.

Cualquier niño confundía quemaduras de cigarro con lunares extraños o verrugas de la piel, solo que Roger había visto esas marcas antes en los tobillos de mamá. Un adulto no confundiría jamás esas marcas tampoco, ni querría llevar a un niño con ellas a casa.

Nadie nunca quería cosas rotas. Por eso no se llevaron a Tomás, parecía tan hecho pedazos.

Y por eso no se llevarón jamás a Roger, era un huracán de sentimientos y orgullos, casi parecía capaz de romper la dulzura del hogar.

Nadie nunca supo que las cosas eran al revés. Que el joven herido no tenía nada de roto excepto la piel, que su corazón noble podía destrozar toda coraza y que su sonrisa te lograba hacer romper en llanto.

Que Roger, obstinado, cabezón y enojón, no hería por ser destructivo, sino porque estaba hecho pedazos y cuando tratabas de recogerlo, te pinchabas con ellos.

Roger prefiere no pensar más en verdades o recuerdos, ahora es un adolescente, casi un adulto. Todos dicen que debe mirar adelante, que un año saldrá de ahí. Mayor de edad, es gracioso porque nunca se había sentido tanto como un niño hasta ahora. Sabe que tiene diecisiete años y que hace nueve que no sucede, pero hay tormenta y no puede evitar llorar en pánico mientras las gotas resbalan por el cristal y por la frialdad de su rostro.

Debió haberlo sabido, que nadie quiere cosas rotas, ni quien ha logrado repararse a si mismo.

Que nadie quiere a niños lloricas, ni quien una vez ha secado sus lágrimas.

Que Tomás no iba a esperar un año por él si podía irse antes con una familia feliz, con una familia mejor.

Recopilatorio de one shots yaoiWhere stories live. Discover now