En la ciudad de Tormena gran parte de la vida cotidiana giraba en torno al mercadeo y la fe al dios Thal, por lo que la mayoría de sus calles principales eran espacios públicos dedicados a estas actividades, haciéndose común las largas procesiones religiosas que por lo general tenían como objetivo desembocar en el gran templo para los festejos culmines... era una ciudad en constante cambio y movimiento que Ereas, no acostumbrado a tales niveles de ajetreo, la encontró caótica, agitada y frenética. Había mercaderes, campesinos, artesanos, herreros, músicos, bailarines, desérticos (los adoradores de Shalá), hojalateros, sopladores de vidrio, pintores, pastores, panaderos, trovadores, lavanderas, costureras, boticarios, escribas, sacerdotes, perfumistas, alfareros, plateros, joyeros, carniceros, queseros, religiosos, gitanos, gente noble, guardias, soldados, caballeros... y hasta prostitutas y vagabundos; todos mezclados. Comprando, vendiendo, regateando, mendigando, así como intercambiando, promocionando y ofreciendo sus productos y servicios. A Ereas, y sobre todo a Adam, se les iba la vista a todos lados frente a tal espectáculo. Al parecer era día de feria. Se sentían confusos, pero a la vez fascinados, todo les despertaba curiosidad. Dionisio y Berta les advirtieron que no se bajaran del carretón, y por sobre todo que no se les ocurriera hablar con desconocidos. Amarraron firmemente al perro y se esforzaron en conducir lo mejor que pudieron al asustado Jacinto a través de la muchedumbre. Aun les quedaban tres gallinas y algunos cantaros, por los cuales habían tenido que pagar un pequeño impuesto para poder introducirlos en la ciudad.

Lo primero que hicieron al cruzar al interior de las murallas, luego de esperar en la larga fila, fue buscar una posada, necesitaban dormir y descansar, el largo viaje los tenía fatigados y necesitaban una buena comida. Ereas por su parte encontró prudente esperar un poco antes de pedir audiencia con el rey, ahora que se encontraba en la capital se sentía algo inseguro respecto a ello. Ni siquiera tenía claro cómo y dónde se solicitaba una audiencia en tan caótico lugar, ni cuánto tiempo iba a tener que esperar, pero a juzgar por el vasto tamaño del reino y la capital le sobrecogió la idea de que pudieran llegar a ser meses, un tiempo vital que él por supuesto no podía permitirse.

Dionisio los condujo a una antigua y más que modesta posada ubicada en los bajos suburbios. Era un lugar sombrío y apretado, pero con instalaciones decentes y precios razonables que podían permitirse pese al poco dinero que cargaban. Se llamaba "La Posada Roja", nombre que de seguro se debía a su exuberante fachada de color. Era la misma posada donde Dionisio se había quedado con Berta años atrás, por lo que les inspiraba suficiente confianza y les traía buenas memorias.

Estaban comenzando a desempacar cuando lo inesperado sucedió. Ereas había permanecido en el carretón hasta ese entonces, Berta lo había obligado a mantener su rostro cubierto para evitar que llamase la atención. "En esa ciudad son todos unos degenerados -había dicho- ¡Mantente alejado de esa gente!". Ereas ya había escuchado la advertencia más de una vez, pero aun así en cuanto descendió del transporte, sintiéndose seguro, decidió quitarse la sofocante capucha. Aquel día el sol brillaba radiante y más que sentirse protegido la capucha comenzaba a asfixiarle. Ayudó a Berta a cargar un par de cantaros y la siguió adentro. Dionisio acababa de cerrar el trato con el cantinero, pero como si de un sucio capricho del destino se tratase en ese mismo instante dos guardias reales caminaban por la estrecha y sucia callejuela con paso apresurado y diligente. Iban a alguna y ninguna parte a la vez.

Ereas regresó al carretón, Adam le aguardaba ahí afuera. El gorgo al advertir a los guardias les echó una rápida ojeada, le evocaron un tanto a aquellos que solían haber en Drogón, aquellos que siempre le habían protegido, sus vestimentas guardaban cierta similitud, cierta elegancia. Aunque estos últimos cargaban el emblema distintivo de Tormena -la silueta de un fénix negro sobre un fondo amarillo-. Uno de los guardias notó la presencia del muchacho de manera fugaz quedándose absorto, maravillado y un tanto embobado por un instante, alertó a su compañero con un ligero golpe de muñeca. Ereas se extrañó, se sintió confuso. Los guardias en tanto intercambiaron, entre susurros, un par de rápidas palabras. Luego, con paso calmo, se acercaron. Uno de los dos sacó un pergamino desde su bolsillo, lo extendió y observó con detenimiento.

El Viaje De EreasWhere stories live. Discover now