II - El pantano

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El cuerpo de Ereas comenzó a entumecerse, había permanecido en la misma posición durante horas, o al menos eso le parecía a él. Aún no podía creer que el plan de Taka hubiera funcionado, habían logrado engañar el fino olfato de cinco sabuesos. Sólo uno de ellos había olfateado el árbol, como si una de las narices hubiera captado el olor de Ereas por un instante, enseñó sus colmillos, para luego ser tironeado por las demás cabezas que, ya embriagadas por un rastro más certero, la hicieron desistir de su sospecha. Pese a ello, y tras el tiempo transcurrido desde entonces, Ereas aún no se atrevía a mover ni un solo músculo, le asustaba la idea de que aquellas sanguinarias criaturas, o algo peor aún, notasen su presencia. Y aunque aún mantenía su quietud, y su lenta y pausada respiración, se sentía de alguna forma observado. No por los temibles perros, sino por algo que iba más allá de su imaginación. Ya no estaba Taka para protegerlo, al igual que los perros había desaparecido en la penumbra. No quiso pensar en el desenlace, pues sabía que aquel pensamiento lo iba a seguir hasta el final de sus días. Su cuerpo protestaba, cada músculo le producía dolores, cual navajas. Sabía que debía moverse, "salir del bosque" era lo que le había prometido a Taka, pero aún no se armaba del valor suficiente para hacer tan siquiera un movimiento. Por primera vez estaba completamente solo y aquello le recordaba una historia, una terrible historia, aquella que tantas veces le había relatado su madre, la llamaban "Félix el travieso" y aquella historia no terminaba nada bien.

Comenzó a deslizarse lentamente, con el cuidado de no producir el más mínimo ruido. A duras penas se había armado de valor, después de todo sabía que estaba mucho más seguro sobre aquel árbol, sin embargo, no podía quedarse allí para siempre, era momento de salir. El entumecimiento de su cuerpo le hizo torpe y de un momento a otro resbaló, cayendo estrepitosamente. Su cuerpo rodó sobre el lodoso suelo, pero no se atrevió a articular palabra, menos quejarse, mucho menos gritar; mantuvo el aire en sus pulmones hasta el último momento. Quedó aturdido, más enlodado de lo que ya estaba y con punzantes y renovados dolores. Permaneció tendido un momento con la vista perdida, se sentía fuera de sí. El silencio del bosque se volvió espectral, aunque a la misma vez pareció emitir un misterioso e indescriptible sonido que Ereas pensó escuchar, a los oídos de cualquier mortal aquello era un silencio absoluto, enloquecedor, sin embargo, a oídos del muchacho un tintineo de vacío y oscuridad oscilaba calándosele hasta la médula, como si el bosque tuviera un antiguo y oscuro poder, como si tuviera alma, como si cada sombra estuviera ahí para poseerlo. El bosque estaba maldito.

Y fue en ese momento que la vio, justo entre los árboles, sobre su cabeza, una pequeña y blanquecina luz parpadeaba incesante. Al principio creyó que era alguna especie de ilusión óptica y cerró sus ojos con fuerza tratando de despertar del trance, sin embargo, cuando volvió a abrirlos la luz aún estaba ahí, más luminosa, más brillante, se encendía y apagaba cual tímida luciérnaga, se movía. Ereas la siguió con la vista confundido. Entonces se detuvo, la luz se intensificó lentamente, para luego permanecer encendida de manera definitiva. En ese instante Ereas se sintió cautivado, por alguna extraña razón le pareció atrayente, seductora, hipnotizante... le trasmitía cierto tipo de paz. Sintió un ardiente deseo de tocarla y sin siquiera notarlo extendió sus brazos hacia ella, pero estaba demasiado lejos para alcanzarla. Súbitamente olvidó el dolor de su cuerpo y se incorporó con la vista fija. Parecía haberse olvidado de todo lo demás, del bosque y su tenebrosa oscuridad. Apenas si pestañeaba.

La luz descendió lentamente en dirección a Ereas, el cual trató de extender sus enlodadas manos aún más de lo que a estas les era posible. Por un momento pareció alcanzarla, sin embargo, en el mismo instante que creyó tenerla para sí, la luz se alejó veloz. Ereas inconscientemente corrió tras ella, perdiéndose en los parajes más macabros del sombrío bosque.

Un sinfín de leyendas se narraba de aquellas luminosas y fugitivas llamas, algunas de ellas espeluznantes. Se decía que se encontraban en cementerios y pantanos. Algunos las llamaban "Luz Mala"... "Fuegos Fatuos"... "Anchimallén"... las asociaban a la magia y a depravadas criaturas que engañaban a los viajeros por inenarrables propósitos. Aun así, había también algunos que aseguraban que conducían a tesoros perdidos y fuentes de sabiduría, no obstante, sea como fuere, todos coincidían en algo, era mejor ignorarlas. Aquellas luces poseían un extraño y misterioso poder que era mejor evitar, pues lo más seguro era acabar ahogado en un pantano o perdido en desconocidos parajes para siempre. Al fin de cuentas, muchos las habían visto y aquellos desafortunados que se habían dejado seducir jamás habían regresado para contar lo que habían contemplado.

El Viaje De EreasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora