Capítulo 36 {Cuidado Conmigo}

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"Si caigo en manos del azar,

Pasando por alto la razón

Quisiera no herirme de verdad,

Por conectar la boca al corazón"

-Ximena Sariñana


      Celina abrió la alacena, sacó el costoso bote de café y suspiró acongojada. Miró a su alrededor y, por primera vez, percibió su cocina enorme y desolada, lo cual era ridículo, puesto que esta era diminuta, el tamaño adecuado para una persona. Estaba acostumbrada a vivir sola, después de todo, lo había estado haciendo desde los dieciocho años, cuando se rehusó a mudarse a San Luis Potosí junto con su padre y sus hermanos tras el fallecimiento de su mamá.

Era normal extrañarlo, se dijo a sí misma para consolarse. La justificación lógica de convivir a diario con una persona durante cierto tiempo. Sin embargo, nunca antes había sentido un surco en el pecho, que por más que lo intentara, no lograba retomar su forma original. Era un recordatorio que él le dejó sin darse cuenta y se resistía a conservar.

Quizá su hermana tenía razón y él se había convertido en algo más. Con Julio había aprendido una cosa que había olvidado cómo hacer: sonreír genuinamente y no pretender como lo había hecho por años. Descubrió, también, que la vida era para disfrutarla y no solo se trataba de levantarse a la misma hora todos los días para ir a trabajar y preocuparse por cumplir con todas las obligaciones. La vida, según él, había que probarla, olerla, tocarla, gozarla. Recordó con nostalgia cómo lo hizo refunfuñar cuando le dijo que eso mismo lo podía encontrar en el pasillo de un supermercado en domingo cuando se ofrecían muestras para degustar. Pero en lugar de alegar su sarcasmo la sorprendió atacándola a besos y colmando de caricias todos los rincones de su piel, y al terminar saciados y exhaustos debajo del edredón, con voz rasposa le susurró al oído:

—Esto no lo sabes, dulzura, cuando te conocí, vi perfección, y cuando descubrí tus imperfecciones caí rendido por completo. Eres la más espinosa de todas las flores, y, aun así, eres mi favorita.

Celina tenía una inexplicable aversión por las cursilerías —y vaya que Julio tenía un repertorio interminable de estas—, no obstante, en ese momento permitió que las palabras se alojaran dentro de su corazón. Se acurrucó en el recoveco que se formaba entre su cuello y su hombro y se dejó cobijar por la calidez y protección que sus brazos le ofrecían.

Le dio un sorbo al café y miró con desazón el plato de galletas que estaba sobre la cubierta de la cocina. «¿En qué estaba pensando cuando decidí hornearlas?».

La separación había traído consigo cambios drásticos en su vida y en su rutina. Despertar enredada a él o con el aroma a café recién hecho; tener un platillo favorito cada semana; bailar sin música, solo bastaban los latidos acompasados de sus corazones. Ser besada y adorada por unos labios suaves y ardientes. Podía arreglárselas para vivir sin todo aquello, pero lo que parecía no poder superar era su mirada.

En las raras ocasiones que había coincidido con Julio, Celina esperaba que él evitaría a toda costa fijar sus ojos en los suyos. Lo que sucedió la devastó. No solo le sostuvo la mirada, también le dejó ver que sus ojos acaramelados se habían convertido en pozos de indiferencia. Ya no la miraría más con dulzura ni con paciencia.

Observó el reloj y se dio cuenta que llegaría tarde otra vez al trabajo si no se apuraba. Lo que una vez creyó era importante dejó de serlo, y aquello comenzó a atormentarla. «Todo pasará, dale tiempo al tiempo», se dijo a sí misma con poca convicción.

Ahora, entonces y siempreWhere stories live. Discover now