Capítulo 10 {Esa Noche}

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"No me hubieras dejado esa noche

Porque esa misma noche encontré un amor"

-Café Tacvba

Un mes después.

     Todavía estaba tan oscuro que aparentaba ser las tres de la madrugada. Una inesperada lluvia golpeteaba la ventana sin cesar. Afuera estaba fresco, pero debajo de las cobijas era un horno.

Leo abrió sus ojos con dificultad, volteó un poco el despertador deseando que aún no fuera la hora de levantarse. Para su desgracia los atosigantes números verdes marcaban 5:49 a.m. Once minutos para que comenzara a cantar el despertador de seguro con una melodía agridulce de Adele. Lo sabía porque él cuidadosamente había elegido la canción I Go Blind de Hootie and The Blowfish para despertarlo cada mañana, y Soni, deliberadamente, reprogramaba el despertador antes de ir a dormirse con otra muy distinta. No lo soportaba. Al reconocerlo se formó una bola incandescente de irritación en su estómago, impulsándolo a desactivar la alarma de un puñetazo antes de que esta se accionara. Si escuchaba a Adele una vez más, arrancaría el despertador del enchufe y lo arrojaría contra la pared sin razón aparente. Soni pensaría que había enloquecido, y él no tendría la paciencia para justificarse aun sabiendo que se había prometido a sí mismo otorgarle pequeñas concesiones aunque éstas interfirieran con su preciada rutina.

Leo apretó sus ojos, y se estiró hasta escuchar crujir sus articulaciones, tratando de tocar el otro lado de la cama. Estaba vacío. El silencio abrumador que lo rodeaba confirmó su ausencia. ¿Qué había pasado con la época que sentirla junto a él, voltearse y hundir su nariz en su cuello, y deslizar su mano por debajo de su camisola era suficiente para sentirse satisfecho? Al ver el otro lado de su cama deshecho, Leo se cuestionaba si alguna vez esa satisfacción fue real. Las veces que ella se levantaba más temprano para hacer yoga no la echaba de menos, y más de lo que debería, lo agradecía.

Resignado, inhaló y exhaló lentamente antes de levantarse. Asomarse por la ventana, y mirar esa oscuridad citadina sin estrellas liberaba por un instante su mente de promesas vacías y de sensación de agobio por todo y por nada. Si no fuera por la lluvia Leo la abriría para llenar sus pulmones y sus neuronas de aire fresco, de nuevas posibilidades y de más espontaneidad. «¿Qué me detenía para abrirla?» Una posible pulmonía tal vez, pensó Leo con desagrado al reconocer que una enfermedad no era el impedimento. Sabía perfectamente hasta donde lo había arrastrado su impulsividad impertinente que decidió someterla a un letargo permanente.

Cuando aquel pensamiento lograba infiltrarse insidiosamente en su cabeza lo único que lograba desencajarlo de ese poderoso trance era invocando el desenlace. Conocía el ritual a la perfección, siempre tan eficaz como cruel.

Al darle la espalda a la ventana, Leo notó que desde el estudio provenía una luz tenue. El departamento estaba sumido en completo silencio, y a pesar de que dos personas capaces de emitir sonidos inimaginables lo habitaban, el único sonido que se escuchaba eran los pies descalzos de Leo topando el piso de madera. Se detuvo en la entrada y se recargó en el marco de la puerta con una sonrisa postiza. Brazos cruzados sobre su pecho desnudo. A Leo le gustaba dormir solo con el pantalón de la pijama.

Era Soni en una complicada posición de yoga. Más que complicada parecía peligrosa. «¿Todas las mujeres serán capaces de hacer ese tipo de maniobras, de enredarse como un pretzel?», se preguntó Leo ingenuamente. Era como preguntar si todas las mujeres eran de la misma talla.

Por más que quisiera, a Leo le parecía imposible negar lo atractiva que era ella. Era alta y de figura esbelta con curvas decentes en los lugares adecuados que se delineaban gracias al entallado leotardo negro y camiseta ajustada azul claro que vestía; con ojos color marrón y piel blanca y tersa. Leo sentía que forzaba su belleza usando maquillaje de sobra cuando era evidente que no lo necesitaba. Una prueba de ello era la cantidad de tiliches esparcidos sobre su lavabo que, con frustración silenciosa, se encontraba regresándolos al cajón donde pertenecían. «Concesiones, Leonardo, concesiones», se recordaba con fastidio al presenciar el molesto desorden. El colmo era cuando acaparaba el baño por largos periodos de tiempo. Era un hábito que por más que él quisiera entenderlo, le parecía incomprensible. En especial cuando los hacía llegar tarde a la imperdonable comida familiar del domingo en casa de sus padres, sabiendo perfectamente que Leo consideraba la impuntualidad un crimen injustificable.

Ahora, entonces y siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora