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El sonido de la sirena me alerta, aunque ya estoy despierto desde hace un rato... Como siempre, me levanto y avanzo directo al pequeño baño de mi casa, donde lavo mi rostro y coloco un poco de esa extraña y mentolada crema en mi boca. Un minuto después, ya me estoy calzando el uniforme en dos tonos de gris, junto con las pesadas botas de cuero que no incluyen calcetas. A veces es muy doloroso llevarlas puestas, en especial cuando hay que trabajar en la cantera, o en las minas...

Salgo de casa, y me uno al rebaño de hermanos y hermanas que parten a sus Zonas Designadas. Las mujeres en dirección a los talleres, y los hombres caminamos rumbo a la verja principal del gueto, donde recibiremos las tareas del día.

―Hey, ¿estás bien? ―pregunta Fray a mi lado, dándome un leve empujón. ―Tienes muchas ojeras. ¿Mala noche?

―Estoy bien. ―respondo, sin mirarlo a la cara.

―Tu tía, ¿volvió a casa? ―con su duda, me mantengo en silencio, cabizbajo. ―Ya... Lo siento.

―No importa. Quizá la descubrieron robando azúcar... Fue su culpa.

―Hm... ¿Realmente crees eso?

― ¿Importa lo que yo crea? ―digo, esta vez alzando el rostro para verlo. ―Solo importa que el Coronel Munsch lo crea.

―Hablando del diablo... ―con eso, Fray señala hacia el frente usando un movimiento de su cabeza.

Llevado por su gesto, observo como ese sujeto alto, rubio y de ojos azules se detiene frente al enorme grupo de personas que ya hemos alcanzado el portón principal. Su uniforme se ve tan limpio y elegante como siempre, con esa medalla plateada que tiene la forma de una flor, clavada en la solapa de su cuello. Es la misma que va dibujada sobre el trozo de tela rojo que lleva alrededor del brazo.

― ¡Atención, basura! ―grita, con ese acento peculiar... Es como una mezcla de su idioma con el nuestro. ― ¡Pasen al frente todos los hombres con edades comprendidas entre los dieciséis y los veinte años! ¡Ahora!

Fray me empuja- sabe que estoy dentro de ese límite. Él tiene más de veinte, claramente...

Junto a mí, solo hay unos diez o quince chicos más... La mayoría del grupo son menores, o mayores de lo que ha exigido el Coronel. Apenas estamos formados en una línea, justo en frente del alto militar, él se nos acerca, deteniéndose momentáneamente, como examinándonos más de cerca. Primero lo hace con Shamuel, luego detalla a Joseph, y tras un par más de chicos, finalmente es mi turno.

―Tú... Identifícate. ―escupe, justo frente a mi rostro.

Seis, seis, uno, nueve, dos, uno, seis, ocho, tres. ―respondo, sin vacilar. ―Gueto Seiscientos uno.

―Hm... ―masculla, y luego carraspea. ―Dime algo; ¿eres de los que sueñan con la libertad? Hay algo en tus ojos que me inquieta. ¿Qué es?

―N-no- lo sé- señor. ―respondo, casi susurrando.

El sujeto libera una risa que apesta a tabaco, y luego se aleja de mí para inspeccionar al resto. Apenas termina de hacerlo, él alza su mano y hace algunas señas, con eso, una docena de soldados armados aparecen.

Tras decir varias frases en su idioma, los soldados se nos acercan y comienzan a restringirnos, para luego encaminarnos hacia uno de esos grandes camiones que utilizan para transportar a las personas del gueto hacia la Zona Designada... En este caso, solo somos un puñado de chicos, y aunque quiera negarlo, sé que estamos siendo llevados, para nunca regresar...

Alcanzo a ver el rostro de Fray entre la multitud; él me observa y alza una mano a modo de despedida.

Todos susurran entre sí, mientras el camión se mueve rumbo a ese sitio que siempre pude ver desde mi ventana... Estamos de camino a ese lugar rodeado de murallas, y del que emanan extrañas luces cada noche... Soldados armados nos vigilan, y resulta imposible siquiera intentar algo...

Siempre es así... Todo ocurre muy deprisa. Tan deprisa que ni siquiera hay tiempo para pensar en lo que ha estado ocurriendo, ni en lo que va a ocurrir.

Nadie lo sabe. Esa es la única verdad de este mundo.

DIOS DE SANGRE • Antología Vincent Foster • IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora