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― ¿Solo tres? ¿Bromeas? ―dije, llena de consternación. ―Estuviste fuera medio día, ¿solo para volver con tres malditas pastillas para dolor de cabeza?

― ¡Vamos, Rose...! ¡No me salgas con esa puta actitud de mierda...! ¿Ya viste cómo están las cosas allá afuera? ¡Agradece que siquiera volví en una pieza! ―dijo Rhodney- mi ex esposo, con el que me vi forzada a compartir ese asqueroso refugio.

―Está bien. ―suspiré, buscando resignarme. ―Al menos dime que estás consciente de que Miles no resistirá mucho más si no podemos conseguirle antibióticos, Rod...

― ¡Mierda, lo sé! ¿Crees que no? ¡Tú dime que estás consciente de que hay una puta guerra en la superficie! ¡Últimamente parece que olvidas ese mísero detalle, Rose! Hago lo que puedo, y si crees que puedes hacerlo mejor- ¡entonces deja de joderme y sal tú! ―concluyó, lanzando la máscara de gas sobre el viejo camastro que él ocupaba durante las noches.

― ¿Mamá? ―era Miles. Había despertado. ¿Y cómo no?

―Un momento cariño... ―miré al imbécil calvo barrigón en mis narices. ―Tal vez lo haga. Sé que eres un cobarde, y de seguro no te alejas demasiado del refugio. Probablemente solo te escondes la mayor parte del tiempo que estás allá afuera... ―con la severidad de mis palabras, le di la espalda y caminé rumbo a la porción del refugio que usamos como enfermería.

Tomé uno de los paños que yacían sobre la percha junto a la cama, y lo humedecí sumergiéndolo en una ponchera llena de agua con solo un poco de alcohol. La fiebre no había disminuido demasiado, y las pequeñas pústulas sobre su piel parecían estar ennegreciéndose cada vez más. Ver a mi hijo a la cara, era un castigo inefable. Él solo tenía diez años, casi once, y hacían más de nueve meses desde la última vez que había visto la luz del sol. Él extrañaba correr en el parque con sus amigos, jugar béisbol o fútbol hasta que era hora de tomar una ducha antes de cenar... Sabía que lo extrañaba, aunque no lo hubiese mencionado ni siquiera una vez desde que nos refugiamos en ese lugar.

― ¿Estabas discutiendo con papá, de nuevo? ―preguntó, con esa voz carrasposa y débil con la que había comenzado a hablar poco después de enfermar.

―No... ―él contrajo los labios, como dudando. ―Vale, sí... Ya sabes cómo es él... Me saca de quicio muy fácilmente. Pero, no debes preocuparte por eso, Miles. Ya lo resolveremos. ―aseguré, a la vez que pasaba el paño humedecido por sus mejillas, cuidando de no lastimar las úlceras.

― ¿Todo sigue igual de mal? ―cuestionó, mirándome como con un diminuto ápice de esperanza, quizá queriendo que le mintiera al respecto.

―Sí, amor... Tal vez un poco peor que ayer, pero, mejor que mañana... No han bombardeado de nuevo, y eso es bueno, creo...

―Está bien... ―susurró, desviando la vista hacia un viejo poster que estaba adherido a una de las paredes. Era la imagen de una playa repleta de personas. ― ¿Crees que alguna vez saldremos de aquí?

Sentí como mi mundo se desmoronaba por milésima vez en nueve meses. No era capaz de mentirle.

―No lo sé, cariño. No puedo saberlo... Espero que sí.

―Cuando salgamos- digo, si salimos-, quisiera ir a la playa... ¿Podemos? ―sus ojos se llenaron de una repentina luz. Era esperanza.

―Claro, amor... ―suspiré, con lágrimas en los ojos. ―Eso sería hermoso... Tú y yo, en la playa... sintiendo la arena bajo los pies...

―Y las olas... El agua debe ser muy fría...

―Lo es. Siempre lo es. ―intentaba no llorar, pero las lágrimas salían por su cuenta.

DIOS DE SANGRE • Antología Vincent Foster • IVWhere stories live. Discover now