Máscaras

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«Tú no sirves, y nunca servirás para nada. Eres igual a él. Maldita la hora en que naciste. Eres un inútil, un bueno para nada. Debiste haber muerto».

Cuando era pequeño, aquel niño solitario jugaba a la familia feliz. Imaginaba que tenía una mamá y un papá que lo amaban, y en su pequeño mundo de plástico y cartón, los problemas y las angustias no existían. Pero cuando su padre llegaba a la casa, aquella fantasía se hacía añicos. Recordaba la sensación de terror que le aceleraba los latidos. El grito ahogado de su madre en la otra habitación, y finalmente, el quejido de la puerta de su habitación cuando iba por él. Al inicio solo eran insultos, pero a medida que fue pasando el tiempo, las palabras se convirtieron en golpes, y los golpes en algo más. Así fue hasta que cumplió dieciséis años, y su padre se marchó. En ese momento, Ian creyó que tendría la oportunidad de comenzar de nuevo, pero él no era el único que estaba roto. Su madre se había refugiado en el alcohol y en las drogas para soportar los abusos, y cuando su esposo se fue, ya estaba completamente sumida en la depresión. Su hijo intentó muchísimas veces rescatarla de aquel pozo, pero ella ya estaba perdida.

De esa forma, aquel niño ingenuo fue guardando sus sueños en lo más profundo de su corazón. Escondió sus sentimientos y fabricó una coraza que lo ayudó a soportar las descargas de ira de la mujer que le había dado la vida. Dejó de llamarla mamá, porque para él se había convertido en una completa extraña. Decidió comenzar de nuevo y rehacer su vida como si nunca hubiera tenido una familia.

. . .

—Ian, ya deja de torturarte.

Era la quinta vez que reproducía el video, intentando buscar alguna pista que lo llevara hasta el autor.

—No me estoy torturando, necesito saber quién fue el hijo de puta que lo grabó. Fue uno de los chicos, no había nadie más allí.

—¿Y por qué harían semejante cosa? Te llevas bien con todos ellos.

Ian dejó el teléfono sobre la cama y se incorporó, buscando en los bolsillos de sus pantalones la caja de cigarrillos y el encendedor. Manuel seguía sus movimientos, con el entrecejo arrugado. El chico se llevó un cigarro a la boca, lo encendió, y le dedicó una media sonrisa al notar la mueca de disgusto que se había formado en su rostro.

—Para joderme la vida. Hay gente que se siente amenazada por mí, y por mi repentino crecimiento como youtuber. Ya sabes, haters. Lo gracioso de todo esto es que la gente, con tal de estar al tanto de los chismes, se suscribieron a mi canal. Ahora tengo más seguidores gracias al autor del video.

—No creo que sea algo positivo, la verdad. No se suscriben por tu contenido.

Ian se encogió de hombros. Siempre se dijo a sí mismo que jamás sería objetivo de la prensa amarillista. Se había esforzado por cuidar su imagen al máximo, y le frustraba sobremanera saber que alguien más se había encargado de ensuciarlo. Dio una larga calada al cigarrillo y lanzó el humo hacia arriba, formando pequeños círculos. Manuel se había acercado al ventanal, y desde allí seguía mirándolo de reojo.

—¿Te molesta que fume, Manu? —preguntó, acercándose a él.

—No... —contestó, con un toque de inseguridad en la voz—. Me preocupa tu salud, es todo. Eres demasiado joven para estar jodiéndote los pulmones de esa manera.

Ian aplastó el cigarro en la suela de su zapato, y se guardó la colilla en el bolsillo, para tirarla luego.

—Si no nos hubiéramos conocido y esta noticia salía a la luz, ¿lo hubieras creído? —preguntó, apoyándose en el marco del ventanal.

El show de IanWhere stories live. Discover now