Capítulo 3

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   Tuvimos que aparcar frente a un parque solitario que no tenía nada de iluminación, porque las calles cercanas estaban repletas de vehículos. Al bajar de la camioneta, el sonido de la música me comenzó a llegar apagadamente, pero aún no veía la casa.

   –¿De quién es esta basura de todos modos? –murmuré refiriéndome al viejo vehículo. Tal pareciera que Chris cambia de auto cada semana.

   –Lo conseguí en el depósito, y no lo insultes porque esta basura te trajo y te llevará de vuelta igual.

   Christine se encaminó por el estrecho sendero de piedra que cruzaba el parque sin pensárselo dos veces y me vi obligada a seguir sus pasos.

   –Éste lugar es horrible –dije echando un vistazo a mi alrededor.

   Estábamos rodeadas por árboles gigantescos y arbustos desaliñados. Todo era devorado por la profunda oscuridad, la luz de la luna siendo insuficiente.

   –La fiesta es por aquí –ella respondió; al parecer sin prestarle atención al escenario de película de terror en el que nos encontrábamos.

   Mientras más avanzábamos, la música incrementaba de volumen anunciando que estábamos cerca. Después de un rato dando tropezones y soltando quejidos, a lo lejos por fin distinguí una gran casa que emergía de entre las sombras. Las luces neón se reflejaban por las ventanas y se perdían en la oscuridad de las afueras.

   –La mansión Shepard –Chris vociferó alegremente.

   En ese momento me tomó de la mano y me dirigió a rastras hacia el lugar. Al salir del lóbrego parque logramos ver con claridad la gran mansión de Dina, que se cernía majestuosa con cuatro pisos y un tejado en forma de pico parecido a la punta de un castillo. Las casas vecinas a ésta parecían miserables en comparación.

   La música ahora se escuchaba tan alta que resonaba en mis tímpanos. El jardín delantero estaba repleto de papel de baño incluyendo los dos pinos de enfrente. Había unos cuantos globos <medio desinflados> de colores y un montón de vasos rojos de plástico regados por todas partes.

   Unas cuantas personas con aspecto hippie bailaban bajo la luz plateada de la luna, mientras que otros estaban tirados en el césped; probablemente inconscientes.

   –¿Llegamos tarde? –inquirí.

   –Claro que no, ¡Esto acaba de empezar! –Chris contestó animosa y tiró de mi mano con más fuerza.

   La puerta principal se abrió, revelando un mar de gente apestosa a alcohol. Treinta… cincuenta… habían más de cien personas allí. Las luces de distintos colores eran cegadoras, los rayos violeta chocaban con los verdes, amarillos, y azules moviéndose en distintas direcciones.

   Chris y yo entramos, alguien al instante cerrando la puerta detrás de nosotras. Habían tantas personas que casi podía sentir la falta de oxígeno. Todos bailaban, brincaban, y gritaban alocados. Ni siquiera pasó un minuto, pero antes de darme cuenta ya había perdido de vista a Christine.

   –¡Chris! –llamé lo más alto que pude, buscándola con la mirada–. ¡Christine!

   Entonces, alguien me golpeó la cabeza con su codo, y pegué un quejido que probablemente ni siquiera escucharon. Todos me daban empujones obligándome a avanzar entre la multitud.

   Intenté hallar la salida a un lugar menos amotinado, pero parecía que toda la casa estaba llena de gente. Era como estar en un hormiguero, no cabía una persona más. Recibí otro par de empujones y tirones, pero por suerte, después de unos cuantos minutos perdida, hallé la puerta de lo que parecía el patio trasero.

Damned ∙ libro unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora