Capítulo veintitrés

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Capítulo 23

Un olor agradable acaricia mi nariz, y con acariciar me refiero a que de verdad me toca. La textura es tan suave y delicada como pétalos... Exacto, son pétalos, y lo que se desplaza desde mi frente hasta mis labios es una rosa. O es la cola de mi gato, Kato.

Arrugo la nariz y la muevo como lo harían en Hechizada; rosa o cola peluda, me hace cosquillas. Me doy la vuelta y la calidez fina de una tela, que no parece mis sábanas de algodón, envuelven mi cuerpo con divinidad.

—Mmm... —Me siento cómoda, tan cómoda que no me molestaría convertirme en la Bella Durmiente, entre estas sábanas de seda.

¿Seda? ¿Sábanas? ¿Sábanas de seda? ¿Y esa risa que parece una dulce melodía de violonchelo?

Abro los ojos de golpe y con lo primero que me encuentro es con el cuadro del Jardín de las Delicias. Mierda, esta habitación no es la mía. Me siento con rapidez y casi me da un ataque neurótico al ver a Gabriel, sentado en la esquina de la cama solo con un mono de pijama gris y una rosa roja en sus manos.

¡Oh! Mis ojos se desplazan desde sus anchos hombros donde se puede ver con mayor nitidez su tatuaje, bajan por su pecho y abdomen marcado por seis sensuales cuadritos, aunque a un costado dos cicatrices causadas por el atentado que sufrió son las que me atraen. Trago saliva y levanto la mirada, avergonzada, por verlo sin descaro.

—Buenos días, señorita Bianca —saluda con arrogancia.

No Gabriel, bueno estás tú... Me doy una bofetada mental y maldigo a todas sus generaciones. ¿Por qué, aparte de guapo es más provocativo que una barra de chocolate?

—Buenos días —respondo con voz aguda.

Dios, no fueron un sueño las palabras de anoche, de verdad este condenado individuo me trajo a su casa, a su habitación y a su cama. ¡Padre santísimo!

Me cubro hasta el cuello con las sábanas de seda negra cuando noto como estoy vestida. Por alguna extraña razón tengo puesta la camisa gris que traía puesta ayer Gabriel.

—¿Quién me desvistió y cambió de ropa? —pregunto temiendo e imaginándome la posible respuesta.

Por favor, que me diga que fui yo misma estando sonámbula, aunque yo no soy sonámbula...

—Tiene unas extraordinarias piernas y una piel pálida, que contrasta con esa sensual ropa interior que lleva puesta —responde, burlándose de mi sonrojo—. No sabe las ganas que tuve de despertarla y terminar con la inocente labor que comencé.

Mi primera reacción es lanzarle una almohada en la cara, que no lo llega ni a rozar ya que la esquiva. Me levanto y me encamino a la primera puerta que visualizo. Juro que siento la mirada del árabe en mi trasero y piernas. Giro el rostro y lo pillo, él solo desvía la mirada con una sonrisa entre presumida y tímida hacía la cabecera acolchonada de la cama.

Gruño y me aproximo a abrir la puerta. Entro, o mejor dicho, salgo y de un fuerte golpe la cierro.

Genial, salí a la sala.

El mármol del suelo transmite escalofríos a todo mi cuerpo; está helado y yo estoy descalza.

Todo es exacto a como lo recuerdo: blanco, pulcro y demasiado organizado como para que viva alguien aquí. Recorro la habitación con la mirada y no puedo evitar ver con admiración las obras de arte, ya que no me hace falta tener cinco dedos de frente como para saber que fueron hechas por Lucas Noruese, o sea, Gabriel Monserrate.

Me detengo al frente de un espejo de cuerpo completo que antes no había visto, creo que por ciega, porqué es enorme y su marco es dorado y reluciente, diría y me atrevo asegurar que de oro.

Convénceme ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora