Capítulo 16 {Indecente}

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—No seas dramática, solo me sorprendió tu visita. Es todo —se justificó Carolina. ¿Desde cuándo ella sabía que se encontraba aquí?

—Se nota claramente que no esperabas a alguien, ¿ya te viste en el espejo?

—¿Tan mal estoy? —inquirió Carolina al mismo tiempo que se acomodaba el cabello detrás de sus orejas.

—Un mapache atropellado en la carretera tendría mejor semblante que tú. Agradece que fuera yo y no tu galán quién se hubiera aparecido.

—¿Cuál galán? Yo no tengo galán. Me he dado cuenta que sólo sirven para hacerte pegar muchos corajes. —Carolina detectó una nota de alivio en los ojos de su hermana al confirmar que estaba sola. Qué extraño. ¿A quién se referirá?

Carolina colocó la charola sobre la barra de la cocina, y tenía toda la intención de ir al baño para remediar un poco su aspecto, pero lo pensó mejor y decidió que no lo haría.

Su hermana, a diferencia de ella, lucía siempre impecable, nada estaba fuera de su lugar, jamás, y seguramente su apariencia —de animal planchado en la carretera— la incomodaría y muy probablemente lograría sacarla de sus casillas. Era irritante lo perfeccionista que podía llegar a ser. Eran tan distintas que no lograba hacerse a la idea de que eran hermanas. Era su antítesis. Lo único que podía delatar su parentesco eran sus ojos. Ambas heredaron los enormes ojos de su madre con la diferencia de que los de Celina eran color verde olivo. Toda la vida se los envidió. Tenían un fulgor que le recordaba la primavera se acercaba. Era un color forastero en su familia que causaba adulación por su rareza. Cuando era pequeña la molestaba diciéndole que era adoptada. Jamás lo creyó. Bastaba escucharla reír para saber que era hija de Julieta.

—¿Qué es eso verde? —preguntó Carolina con una mueca de asco al destapar uno de los vasos que estaban en la charola.

—Es una bebida especial para curar la cruda. El otro vaso ni te molestes en destaparlo, es un café con leche de soya, que sé perfectamente, detestas. —Celina no olvidaba nada, estaba siempre pendiente hasta el último detalle. Ambas se sentaron en los bancos altos frente a la barra—. Sabe mejor de lo que se ve —la animó, sonriente.

—¿Cómo sabes que tengo cruda? —preguntó, desconcertada.

—¡Chino! —ambas respondieron al mismo tiempo a todo pulmón, riéndose.

—Me habló esta mañana para que te diera una vuelta porque era posible que te encontraras indispuesta. —explicó Celina, y al notar arrugada la frente de su hermana, agregó—: No te enojes con él, estaba preocupado por ti. Ya lo conoces cómo es de exagerado y sobreprotector. —Carolina asentó la cabeza y soltó una exhalación cargada de resignación. Reconocer su excesiva sobreprotección no significaba que debía aceptarla. Y mucho menos gustarle.

En la primera oportunidad que tuviera, Víctor, el portero, iba a conocerla por chismoso. ¿Quién más pudo avisarle? ¿O será posible que su hermano le hubiese hablado? Peor aún, rastreado su teléfono. Refiriéndose a Manuel todo podía ser posible.

—¿Qué hay en las bolsas? —curioseó, tratando de desechar la desazón provocada al sentirse vigilada.

—No seas impaciente. —Celina se bajó del banco para sacar una caja que estaba dentro de una de las bolsas y la colocó frente a su hermana—. Ábrela. —Carolina obedeció. La visión del pequeño festín apaciguó su enfado de inmediato, provocando que se mordiera el labio inferior al aspirar el delicioso aroma que expedía. Eran cuatro panquecitos de queso que solía comer cuando era una niña pequeña. Únicamente los vendían en una panadería que estaba cerca de la casa donde crecieron, y habían pasado años desde comió uno por última vez.

Ahora, entonces y siempreWhere stories live. Discover now