Capítulo 17: La propuesta

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Introduje el llavín en la cerradura y le di dos vueltas a la llave.

Abrí la puerta y dejé las maletas en el suelo.

El departamento era hermoso.

Era amplio, y luminoso. Había muchas ventanas, y un enorme balcón que daba a la calle.

Estaba en el piso veintidós, lo que proporcionaba una vista espectacular de toda la ciudad.

Por suerte me separaba una gran Avenida de los edificios de en frente, porque si no estaba casi un cien por ciento segura que no podría resistir el terrible deseo de espiar a mis vecinos.

¿Y a quién no le ha pasado cuando vive en un piso veintidós, y está aburrido?

Afortunadamente no iba a ser mi caso, y menos mal, porque de sólo pensarlo me venía a la mente, una de las películas de Alfred Hitchcock.

Se me erizó la piel de sólo pensarlo.

Me acerqué a una de las ventanas y apoyé la frente en el amplio cristal contemplando el exterior con quieta expresión.

Había tanta inmensidad ahí fuera. Una inmensidad de cosas nuevas, tantas cosas por hacer y descubrir.

De repente me sentía sola.

Todavía estaba abatida por la despedida de mis padres.

Sería difícil acostumbrarme a vivir sin ellos.

Sabía que no era un adiós eterno, pero yo era así. Y a lo mejor era que me tomaba siempre todo muy a pecho, pero fuese como fuese, estaba sola, y más vale que me acostumbrara porque ya no podría ver a mi familia, ni a Ray, ni a mis amigos como antes, lo que me generaba un hondo dolor, pero nada podía hacer.

Meditando en eso y tantas otras cosas, me había quedado dormida en el suelo, y cuando desperté, estaba completamente perdida.

Ya era de noche, pero la luz que entraba de afuera iluminaba gran parte del departamento.

Con los ojos lagañosos, y la visión aún empañada por el sueño, saqué a tientas mi celular del bolsillo.

Miré la hora. Eran las diez de la noche.

Apreté los ojos con fuerza para despabilarme y me levanté del piso para prender las luces.

En la heladera habían dejado un champagne.

A mí no me gustaba beber, pero esta ocasión lo ameritaba, o eso creí.

Así que me serví una copa y salí afuera al balcón a tomar aire.

Allí, reclinada en la baranda, con la copa en la mano se podía apreciar la ciudad en todo su esplendor.

No sé quién había inventado que las estrellas no se percibían entre tantos edificios y luces, yo podía distinguirlas perfectamente bien.

Y no había como confundirlas. Cubrían New York con toda su majestuosidad.

Desde arriba se podía divisar la gente caminando como hormigas por las anchas veredas. Muchos eran turistas, que admirados de esta esplendorosa ciudad no podían evitar tomar fotografías de cada cosa que veían, hasta de la luna, que en este momento brillaba más hermosa que nunca. Ignoraban, tal vez, que es la misma luna en todos lados, y la misma para todos.

Aun que debo reconocer que aquí en New York, brillaba de un modo diferente, combinándose muy bien con los altos rascacielos, y las apantallantes luces desprendidas de la enorme ciudad.

El día que me OvidasteNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ