Frena el auto lentamente y se da la vuelta hacia mí. Su porte de hombre árabe lo hace ver atractivo y mucho más interesante, tiene ojos grises y barba. Lo caracterizan sus trajes de tres piezas y sus gustos peculiares sobre la antigüedad. Es un hombre con clase y sin duda ha hecho caer a incontables mujeres a sus pies.

Me relamo los labios mientras lo miro con curiosidad.

—¿Bianca este es el mes de su cumpleaños número diecisiete? —pregunta.

Asiento extrañada.

En su rostro se dibuja una sonrisa de labios cerrados, para ser un hombre de pasados veintiséis años se ve menor de lo que es.

—Joven Bianca, seré directo y sincero —avisa y yo siento un escalofrío recorrerme la espalda—; usted es joven, me imaginó que virgen y yo quiero comprar su inocencia.

No puedo creer lo que me ha dicho este hombre. Lo veo como si le fueran salido tres cabezas, miro cada rasgo de su rostro para ver si noto algún atisbo de broma, pero no los hay, además sé que el árabe magnate de la industria del oro y vicepresidente de la empresa que lleva su apellido, Gabriel Monserrate, no hace bromas.

Pongo las manos en puños, pero me contengo de golpearlo. ¿Será que me vio cara de una mujer que vende su cuerpo? Aprieto los labios en una fina linea y le digo:

—¿Qué ha dicho usted? —Él abre la boca para hablar pero no lo dejo—. Me quiere comprar como si fuera otra inversión u otro terreno; o no mejor... Me quiere comprar como a un florero, va mete sus putas flores y listo.

—Bianca, su vocabulario... —lo interrumpo.

—¡Mi vocabulario una mierda! —grito.

Abro la puerta del auto y salgo de un salto. Mi padre será su amigo y empleado pero no me importa decirle que no a ese hombre.

A los pocos minutos llego a la casa de mi padre, una linda casa de color gris y rojo de dos pisos, un regalo de su jefe el padre del infame que me quiere comprar como si de un objeto hablasen. Tocó el timbre y me abre Natalia la esposa de mi padre, la saludo y subo las escaleras, me lanzo sobre mi cama y recuerdo que deje mis libros dentro del auto del árabe, suspiro y los doy por perdidos.

A la mañana siguiente me despierto tarde para ir al colegio; como apurada y luego salgo corriendo con bolso en manos, pero no sirve de nada, el autobús del colegio ya se ha marchado. Regreso a casa con la esperanza de que mi padre o su esposa me lleven a mi destino cuando salgan a sus trabajos, pero ninguno de los dos se ha ni bañado.

Suelto un resoplido y me dispongo a caminar, camino lento por la pereza de haber dormido poco. ¿Quién hubiera dormido si un hombre como Monserrate le hace una proposición como la mía? Yo no. Recuerdo la seriedad con la que hablo como si estuviera negociando una caja con sus preciosas y extrañas antigüedades.

¿Qué diría su difunta madre? ¿Cómo lo tomaría su padre? De seguro el señor Rhamil lo apoyaría. Gabriel no cumplé ninguna tradición o reglas y es nacido en Canadá, él no es ningún árabe para negociar por una mujer y yo tampoco como para dejarme comprar.

Escucho unos pasos y me doy la vuelta, el infame señor lo compro todo y lo controlo todo está trotando hacia mí con su uniforme de deporte. Se detiene a unos pasos de donde me encuentro, su respiración se escucha agitada y su cabello está despeinado y un poco mojado por el ejercicio, algo atractivo que ver.

—Bianca —llama con voz agitada—. Joven Bianca —Ruedo los ojos por su cordial y anticuada educación—, tengo que hablarle, ayer no llegamos a nada y sé que tengo que aclararle algunos detalles.

—Usted no tiene que aclarar nada —expreso con voz dulce—, los detalles ya los imagino. Los ceros de la suma de dinero que usted me dará y que será cariñoso conmigo.

Se queda callado desconfiado y tal vez molesto por mi uso del sarcasmo.

Sigo mi camino pero esta vez a paso rápido, la molestia a tan temprana hora del día me ha dado adrenalina, podría hasta correr. Lo escucho decir algo, pero creo que es en su idioma o mejor dicho en el idioma de su padre.

En el viaje al colegio empieza una ligera lluvia, me pongo debajo del techo de una tienda a esperar que pare, pero no parece que fuera a escampar ahora. Mi uniforme color azul muerto a este punto debe estar húmedo y mis libros mojados en su totalidad, pues fueron usados como paraguas.

A mi lado se estaciona un auto negro, puedo claramente reconocer al dueño de tan costoso automóvil mucho antes de que abra la ventanilla y me invite a subir, niego con la cabeza y sigo mi camino bajo la lluvia.

Escucho y veo como abre la puerta y sale, me carga en contra de mi voluntad sobre su hombro, como si fuera un costal de maíz y luego me deposita en la parte de atrás, llenando de agua sus asiento de cuero gris. Entra y cierra la puerta. Me dispongo hablar pero el árabe me interrumpe.

—No va a ir para el colegio —ordena.

Maldigo a este árabe obstinarte y terriblemente atractivo.

—¡Estás loco! —exclamo y él hace una mueca de disgusto.

—Ya es pasada media mañana, esta cayendo un aguacero, estás empapada y ni siquiera vas a mitad de camino —replica y esta vez la que hace una mueca soy yo, al ver al señor control fuera de este.

—No es tu problema —mascullo en tono bajo.

No sé a donde me lleva pero tampoco quiero preguntarle. Lo veo de reojo, tiene la mandíbula tensa igual que los hombros, sin contar su entrecejo fruncido, ya se le ha hecho una fina linea que lo hace ver más adulto.

¿En qué puede pensar un hombre como él? ¿Qué tiene en la cabeza para creer que con dinero se puede comprar todo? Me imagino que en su american express centurion, con saldo ilimitado para gastarlo en sus gusto. Pero a mi no me comprará.

Llegamos a un edificio alto, en el centro de Toronto. Me bajo del auto y azoto la puerta con fuerza, como si con ella expresara todo mi resentimiento hacia ese ser que me quiere comprar.

Me dirijo al ascensor y puyo el botón con el piso más alto, pero esté no sube, veo venir al magnate y contengo la respiración.

—Ese es el piso de presidencia —informa con tono calmo—, se necesita más que marcar un botón.

Saca una tarjeta negra y luego marca el piso cuarenta y nueve. Lo observo de reojo, pero sigo sin dirigirle la palabra.

—Lo que hace es de niños —Lo miro con molestia dándole entender que no estoy de humor—, debería agradecer.

Ruedo los ojos y ruego para que el ascensor suba más rápido. Se abren las puertas y salgo a trote hacia el baño, dejándolo parado y con la palabra en la boca.

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Oresmin Sivira Monsalve
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