20. El orbe de la muerte

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Cuando la niebla se despejó, una milicia surgió entre los vestigios de humo, todos reguardados en armaduras negras parecidas a la piel de un reptil. Eran más que ellos, los superaban en número; si pensaban atacarlos por sorpresa ni eso bastaría para aniquilarlos a todos. Alex se alertó aún más.

—¡Maldita sea, André! ¡Tenemos que irnos! —gritó, desesperado, tratando de empujarla hacia atrás pero no consiguió siquiera hacerle perder el equilibrio.

Ella continuó esforzándose por juntar las manos; su vida y la de todos los que la acompañaban dependían de ello.

A lo alto, el cielo se despejó, el celeste del día fulguraba con esplendor dando paso a la luz del sol que irradiaba con tesón. Alexander alzó la vista; aunque no le pareció algo relevante aquel fenómeno, concluyó que era André quien lo provocaba, pero, ¿con qué motivo?

El suelo vibró de nuevo, nadie sabía si fue Radamanto. Cada vez se hacía más fuerte, al punto de hacer tambalear al pelotón de murders. Por su parte, André se mantuvo inmutable hasta que por fin pegó las manos. Abrió los ojos; el azul en ellos era chispeante, producto de la energía que usó por sacar su potencial gracias al libro en su interior y, el resultado de ello, lo contemplaba metros más adelante.

El sol iluminó justo metros más allá adelante de ella, como un faro, era un fenómeno nunca antes visto que causó ceños fruncidos en ambos bandos. No obstante, ni eso, ni cualquier otra cosa, cambiaría la orden encomendada al ejército drago de acabar con cualquier murder que quedara en pie.

—¡Vámonos, André! —alegó el hombre junto a ella, tomándola del brazo pero continuó inmóvil, mirando el centenar de dragones rebajados a su forma humana.

—Aún falta.

Volvió a agachar la cabeza para cerrar los ojos consiguiendo que Alexander estuviera a punto de perder la paciencia. El enemigo estaba demasiado cerca, alertando a los murders, entre ellos Igor quien se acercó despacio hacia los dos muchachos para saber qué ocurría. Era tarde para retroceder, para dar vuelta y huir, todos, tanto enemigos como quienes luchaban por justicia, estaban a punto de batallar a muerte.

André abrió los ojos, viendo directo hacia la luz. Éstos ya no eran los mismos; donde se suponía debería ir el blanco, ahora era negro, el celeste en ellos desapareció, quedando de un azul eléctrico que iluminó su mirada. Otro haz de luz se disparó del cielo, tan enceguecedor que algunos tuvieron que cerrar los párpados.

El tiempo corría tan lento que la nieve que caía se detuvo en el aire, los enemigos que estaban a varios metros de llegar ante ella se congelaron en el acto, algunos de ellos permanecieron suspendidos en el aire debido a las zancadas que daban. André era la única que se movía en esa escena congelada por la parálisis del tiempo que ocasionó.

Con aquel anormal fenómeno, solicitó asistencia divina para salvar al Cuartel Murder de una inminente muerte. Con cierto estupor, miró hacia esa luz que se mantuvo estática, alumbrando incesante justo al frente suyo, notando que algo emergió de ella, como si saliera detrás de una cortina de hilos de oro.

La armadura dorada de ese ser era resplandeciente, su cabello igual era rubio como el suyo, su figura esbelta no tenía nada que envidiarle a los demás guerreros. Parecía un ángel caído, uno que portaba una lanza que destellaba fuego en la filosa punta, uno dorado que no se extinguía. La visera de su yelmo cubría sus ojos, como un antifaz que lo dejaba ciego, volviéndolo en el perfecto blanco. Cayó con una rodilla tocando el suelo, como haciendo una reverencia. Su llegada formó un cráter en el suelo, hundiendo los pies en la nieve. Al erguirse, miró al frente, hacia el ejército de dragos que inmóvil esperaba a que el tiempo volviera a correr.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Où les histoires vivent. Découvrez maintenant