Parte 6. Narración de los Hechos de la TARDE del 26 de Octubre

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Unos buscaban la entrada a una concurrida cafetería y se sentaban en el suelo con sus carteles llenos de faltas ortográficas de dudosa inocencia. Otros preferían los muñones o lesiones. Otros preferían recorrer su parcela con un cartel colgado del cuello con su plegaria y alargando su gorra mientras pedía. Otros se tumbaban sobre cartones y se dormían, dejando a la vista su cajita, como si el sueño infundiera lástima en los distraídos viandantes. Alguno había que al menos ofrecía algo, un periódico antiguo, pulseras de hilo o una melodía de saxo. Daban colorido a la calle, raro era el mendigo que molestaba, todos con sus miradas tristes, seguro que con alguna adicción, pero no soy de las que juzga esas cosas, si acaso, juzgo la sociedad. Siempre he pensado que se podría valorar a una sociedad por el número de personas que hay en la calle en horas de trabajo, habría seguro alguna sesuda fórmula que tuviera en cuenta el número de mendigos, artistas callejeros, viandantes sin bolsas de compras y trabajadores comiendo de túper en los bancos.

En definitiva, nuestra búsqueda fue lenta y tediosa. Algún mendigo más listo de lo oportuno dijo reconocer a Hellen Newell, pero en cuanto apretábamos, la memoria le flaqueaba. El bueno de Rot, que es muy blando para estas cosas, se sentía medio obligado a dejarles alguna moneda a los que parecían más honestos. Esto me afectó a mí cuando a Rot se le vaciaron sus bolsillos. <<Dale algo, René>> me decía casi como una orden.

Pero la inversión en tiempo y monedas dio su fruto. Rot empezaba a desanimarse y yo hacía varios que ya lo estaba, cuando a unos cien metros de la salida del parking de Newell, divisamos a otro mendigo. Había establecido su particular campamento junto a la puerta de una librería. Unos cartones le protegían del frío suelo. A su lado, un montoncito de ropa y pertenencias. Él, sentado, tan sólo miraba a los peatones, con una sonrisa mellada pero no alzaba su mano, no pedía nada, ni una simple moneda. Era todo lo contrario, como si fuera él quien diera a los demás su más sincera sonrisa.

Fuimos hacia él. Pocos metros antes de llegar, me fijé en algo que me llamó la atención. En un banco, frente al escaparate de la librería, vi un portátil abierto y una mochila con un libro bastante gordo sobre ella. No había nadie sentado en el banco, imaginé que estaría cerca, pero pensé que, aun así, era bastante arriesgado dejar aquello allí sin vigilar. Me fijé en el libro, tenía aún la envoltura de plástico, le eché un ojo y vi que era una biblia. Deduje que acabaría de comprarlo en la librería. Gracias a la escuela tomé manía a las religiones, así que al verla se me escapó un resoplido.

—No te desanimes, René —me dijo Rot malinterpretando el resoplido.

—No, no es eso, es otra cosa... —murmuré llegando al mendigo.

—Buenas tardes amigo —saludó Rot.

—Sí señor, buena. Un día bonito de sol... que se agradece en estas fechas... —contestó amable el mendigo con una gran sonrisa.

—Quisiéremos hacerle unas preguntas y enseñarle una foto, ¿le importa? —preguntó Rot con otra sonrisa.

—No, por dios, soy un vagabundo, pero me gusta sentirme útil... —Rot y yo nos pusimos de cuclillas junto a él. El pobre hombre atestiguaba su condición con un fuerte olor, pero no olía a alcohol.

—¿Cómo se llama? —pregunto Rot.

—Por aquí todos me llaman el señor Montaña —contestó con una sonrisa triste.

—Algún día nos contará la historia de por qué le llaman así —dije sonriéndole.

—Jeje, no merece la pena, niña —dijo cariñoso llevando su mano a mi cara y, sin tocarme, haciéndome un gesto de caricia—. Es una historia larga y triste —dijo bajando el tono. Yo le amplié la sonrisa y saqué mi teléfono.

Palomas y GorrionesWhere stories live. Discover now