Capítulo 4: Asfixiada

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Lena Morgan era la chica más desquiciante que había conocido en la vida

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Lena Morgan era la chica más desquiciante que había conocido en la vida. Era la niña buena, la perfecta, la que hacía todo bien.

¡Qué aburrida!

La vida estaba para vivirla al máximo, no para pasarla encerrada haciendo lo que fuera que hiciera.

La evité a toda costa. La mañana del sábado me levanté temprano para salir a correr. Necesitaba huir de entre esas cuatro paredes asfixiantes. Odiaba compartir mi espacio personal con los demás, mucho más con alguien tan insignificante como ella. Era tan desordenada, con la ropa desperdigada por aquí y allá. ¿Qué le costaba ser más organizada? Y menos torpe. La había escuchado ir al baño unas dos veces porque se había tropezado las dos mismas veces con la puerta.

Insufrible.

Me hice una coleta, me puse las deportivas y salí. En cuanto cerré la puerta, pude volví a respirar.

Ya una vez fuera, hice un par de ejercicios de calentamiento antes de ponerme a trotar con suavidad por el pavimento. Pronto, me adentré por el caminito de tierra que llevaba al bosque y, así, me dejé envolver por los sonidos relajantes que la Madre Naturaleza me regalaba: el trinar de los pájaros, el ulular de la brisa, el ruido de mis pisadas y mi respiración cada vez más agitada.

Me encantaba ese pequeño momento de soledad en el que podía dejar la mente en blanco y simplemente disfrutar del aquí y el ahora.

Me dejé caer en un pequeño claro oculto. Me senté en la orilla, con los pies dentro del agua y las zapatillas a un lado. Respiré el aire puro, bebí la belleza del lugar. Se estaba tan bien, las aguas cristalinas se veían tan apetecibles que de no haber sido porque había sido tan tonta de no haber llevado una toalla, me habría dado un baño.

Pasé gran parte de la mañana ahí, escondida. Necesitaba estar sola y lo que menos me apetecía era volver a Ravenwood, mi cárcel personal. Aunque pronto tuve que hacerlo, en cuanto recibí un mensaje de mi padre.

«Ven cuanto antes. Tenemos que hablar.»

Arrugué el morro. ¿Y ahora qué quería?

Llegué a su despacho media hora después. Por el camino fui consciente de las miraditas de soslayo que me lanzó más de un estudiante. Puse mi mejor máscara de soberbia y no dejé que nada me afectara. Para cuando llegué al despacho del gran Marlon Meyer sentí que se me revolvían las tripas. Odiaba con todo mi ser aquel lugar.

Me tomé unos segundos para serenarme antes de alzar el mentón y adentrarme.

Lo vi sentado frente al escritorio. La luz de la mañana soleada entraba por la monstruosa ventana. Su despacho era enorme, con unos sofás apartados para, supuse, las reuniones más informales, una gran chimenea y, encima, uno de los cuadros que mamá había pintado unos meses antes de morir, mi favorito. Se veía el valle en el que estábamos, con el internado a un lado y un grupo de niños jugando cerca del lago.

Como estrellas fugacesWhere stories live. Discover now