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Antes de decidirse en volver a casa, Cristal saltó a uno de los tejados vecinos de la Orden, observó con detenimiento la vista general de la Capital de Buenos Aires en la distancia más lejana posible y procuró que Igni no estuviera siguiéndola de nuevo. Se acomodó el antifaz negro, por temor a perdérselo en camino, y siguió adelante.

«Al menos, este Guardián estúpido no tendrá más oportunidades de querer pelear. Ya veré cómo usar su alianza cuando me reencuentre con él» se dijo a sí misma en un tono confiado, que apenas era un susurro.

Durante los atardeceres apenas oscuros, el cielo se veía cubierto por nubes de color grisáceo y estrellas, a su vez que caían gruesas gotas de agua sobre las veredas de la ciudad. Cristal lo percibió como una buena señal, junto con el aire fresco recorriendo por su piel y eso era más que un alivio.

Estaba sola. Y una llovizna iba apareciendo en el horizonte, como tantas otras veces, en crescendo. Igni no le había mentido. Después de todo, los Guardianes eran tan capaces como los Trascendidos de predecir aquel fenómeno que les proveía la fuerza que requerían guardar en sus dones.

Cristal observó con curiosidad el paisaje mientras se mecía de un tejado a otro, con los charcos de agua bailando por debajo de sus pies cubiertos por botas oscuras y ceñidas. Recorrió de un lado a otro, fascinada por el regreso de la Gran Lluvia.

Aprovechando el momento, se sentó en una zona apenas húmeda, levantó sus manos y absorbió las pequeñas gotas que amainaban por sobre sus dedos y la marca de los Trascendidos impregnada sobre su piel. Dejó soltar un suspiro de alivio y contempló el cómo una fina línea de escarcha comenzaban a enlazarse en sus muñecas, como si se tratasen de guantes nuevos.

Reconocía que esas lluvias eran más que letales, salvo para cualquiera que dominase una variante de la Eterquimia. Ese fenómeno sólo era capaz de matar a una persona inadaptada a un ser humano sin nada de habilidades. Y ella lo reconocía por las noticias que veía a menudo en los diarios y porque tenía recuerdos de su madre contándole acerca de lo mismo.

Sus dedos trazaron en dirección al cielo oscuro dos diminutos círculos imaginarios, que petrificaron su forma para luego estallar en el aire como pedacitos de hielo. Para el momento, Cristal volvió a respirar hondo otra vez y sonrió, bajándose del tejado con precaución.

Una pelusita grisácea, de manchas terriblemente deformes y oscuras, la siguió por la vereda. Cuando le dirigió un vistazo, se acurrucó frente a ella.

—¿Manchita? Michi... —inquirió, sintiendo la presión que el desaseado felino, cubierto por una fina capa de polvo, ejercía con sus grandes patitas —Me alegra verte.

No era extraño que algunos animales fuesen resistentes a las intensas aguas invadidas de corrosión química. Junto a los seres humanos, habían sido de los primeros en también absorber una pequeña porción de la Eterquimia.

El gatito soltó un inquieto ronroneo, y sus orbes azules se dirigieron a las de ella. 

A lo lejos de donde se encontraba, sus oídos captaron una voz masculina y suave, quien llamaba a su nombre verdadero de manera desesperada. Sin embargo, ella se encontraba aún embobada con el fenómeno del rocío cayendo de las ramas de los árboles y los zumbidos lejanos de las ambulancias, quienes se apilaban en calles abiertas para auxiliar a los accidentados, en su mayoría carente de habilidades. Con los atronados sonidos, Manchita escapó corriendo a zancadas, lo que le dio una advertencia a Cristal para acuclillarse.

—Laila, ven aquí —susurraba la voz del muchacho, cercana a las grandes malezas de una oculta tienda llena de arbustos—No quiero que te pierdas.

Escuchó aquel arrullo, y con rapidez, reconoció quién era el que la buscaba. Sin embargo, no se atrevía a responderle. Pero no pudo evitar que el eco incrementase, y Cristal se distrajo con la creciente oscuridad de la noche, retrocediendo a mitad de las calles empedradas.

Guardianes de la AscensiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora