—Alexander —lo nombra una vez más, con sus ojos cerrados y sus piernas aferradas a su torso. Se remueve, en busca de aliviar aunque sea un poco ese placer y calor que la axfisia e inhibe al mismo tiempo.

—Solo dime que pare y lo haré —jadea sin alejarse de su cuello. La punta de su dedo índice paseandose por encima de la tela que oculta y tapa su pezón necesitado.

—N-No quiero qu-que pares —tartamudea justo antes de dejar escapar un pequeño gemido, que sacude la hombría de su esposo—. Sólo no te detengas.

Y está vez, Alexander no puede estar más de acuerdo con su caprichosa esposa. Por lo que le concede tal petición, y su mano sostiene todo su pecho erguido con su mano, y lo aprieta. Su estruja con sus manos disfrutando de lo blando y firme que se siente al mismo tiempo. De cómo su mano lo abarca perfectamente, y como reacciona el cuerpo de ella ante sus gestos, y no sólo lo percibe de manera física, si no también a través del vínculo. Siente el placer que su mano sobre su pecho le produce, así como los besos que deja sobre su clavícula antes de acariciar con la punta de su nariz su piel, para luego inspirar su aroma.

Perfume caro, frutas y vainilla.

—¿Qué se siente tocar unas tetas por primera vez? —le pregunta con dificultad, todavía sin abrir los ojos. Teme qué cuando lo haga, él se vaya.

—¿De verdad me estás preguntado eso? —le susurró al oído antes de atrapar una vez más el lóbulo de su oreja y tirar de él.

Hera soltó una suave risa, todavía disfrutando de los labios de Alexander que dejando un rastro de besos húmedos se dirigían de vuela a tu boca.

Esposa descarada.

Alexander evitó su carcajada cuando atacó su boca y la devoró sin consideración alguna. Los manos de Hera, se deslizaban por los brazos del hombre cubiertos de runas. Sus músculos eran firmes, aún así su piel se sentía suave, incluso a pesar de algunas pequeñas cicatrices en las que nunca antes se había percatado. Sus manos volvieron a serpentear hasta la parte posterior de su cabeza de donde tiró, separando sus bocas.

—Si te vas a marchar —miró las pupilas dilatadas de su marido, cargadas de deseo y fuego, así como las suyas—, hazlo ahora, Alexander.

El mayor adoptó una postura seria, y cogió el rostro de la castaña entre sus manos, aún con su respiración desenfrenada. Su corazón latía desbocado dentro de su caja torácica, y aún así sentía más calma que nunca. La calma antes de la tormenta.

—No me voy a ir, Hera —su susurro sonó a promesa.

¿Por qué esta vez no? —frunció el ceño, y miró sus ojos mieles—. Vale que a la tercera va la vencida pero...

—Cállate.

Su mano tiró de uno de sus mechones, ganándose una mala mirada por parte de ella, aunque pronto se asomó una sonrisa en su boca.

—Cállame —lo retó.

Entonces, algo mucho mejor que un milagro sucedió, porque una sonrisa amplia que alcanzaba a mostrar los dientes se posó en la boca del frívolo director. Sus mejillas se alzaron hasta sus pómulos, y sus ojos se empequeñecieron, aún así eso no hizo que brillasen menos.

AlecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora