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Cuando eres joven y vas a la preparatoria, pareciera que puedes comerte el mundo entero. Con diecisiete años sientes que puedes hacerlo todo. Algunos lo logran, a veces sin esfuerzo, y otros no. Hay quienes tenemos a esa persona que, sin saberlo, se convierte en nuestro motor. Por ellos es que seguimos aquí.

Para mí, esa persona era mi mejor amiga, Kat. Y en preparatoria, fue a quien más necesité. Antes no sabía exactamente en qué momento se había arruinado todo, hasta que recordé aquel verano antes de entrar al último año. Probablemente desde ahí se fue deteriorando mi futuro.

No me malinterpreten, en cierta forma, me gustó lo que resultó de eso. En el verano solía quedarme en mi habitación la mayor parte del tiempo, releía mis libros o miraba videos en internet. Pero esos días, aunque insignificantes, marcaron un inicio. Lo recuerdo bien.

Verano de 2016.

Cerré la laptop con fuerza y la metí en el cajón de la mesa de noche al escuchar el tono de mi teléfono. Suspiré y acomodé el cabello hacia atrás, quitándome la diadema y desenredándomelo un poco. Kat había enviado varios mensajes sobre la fiesta de esta noche, ella estaba organizándola y quería que le acompañara. Bostecé cubriendo mi boca antes de contestar, la última vez que había asistido a una de sus fiestas, la noche había terminado en desastre y el día después se resumía en total arrepentimiento.

Dejé mi teléfono en la mesa y metí mis pies en las sábanas. Aún si quisiera asistir, no podía porque mi padre me tenía prohibido salir mientras estuviera en casa (o no), así que, si quería mantenerlo de buenas, no podía escabullirme. Menos si se trataba de una fiesta donde más de la mitad de los jóvenes eran universitarios.

—No, se acabó la discusión.

Siempre decía eso, aunque no hubiera nada para discutir. Cada que hablaba conmigo era así, se enojaba y no me dejaba hablar. No podía defenderme o contestar. Siempre era su palabra ante todo (excepto cuando salía de la ciudad por trabajo).

Dejé de pensar en eso y suspiré, estirándome en mi vieja cama. Hacía más frío que de costumbre y mis tres colchas no eran suficientes. En mi cuarto no había calefacción. Acomodé mi cabeza en la almohada y bostecé, tenía un sueño tremendo y mis piernas dolían de la tarea que tuve que hacer en la mañana. Era sábado y mi padre me había ordenado reparar un hoyo que se formó en el techo, mientras lo hacía me había resbalado y aún pesando cincuenta y ocho kilos logré doblar la escalera antes de lastimarme por caer en ella. Ian, mi padre, no se lo había tomado bien, pues me azotó las piernas varias veces con la fusta y me dejó ahí, con las piernas sangrando. Muy extremista, ¿no? ¿Qué tan triste será para ustedes escuchar que estaba tan acostumbrada que solo miré lo que me hacía con una expresión seria? Solo observé como se alejaba mientras intentaba pararme y veía como mi madre llegaba corriendo para ayudarme a caminar hasta la cocina. Ella fue quien me curó, y mientras lo hacía no dejaba de repetir que él me quería mucho en el fondo de su corazón mientras lloraba. Yo sabía que lo decía más para ella que para mí. Trataba de creerse ese cuento. Y es que a pesar del miedo que ella le tenía, Ian nunca le había puesto la mano encima y siempre la trataba de la mejor manera.

Estaba a punto de dormirme recordando eso y me espanté cuando unos golpes resonaron en mi puerta, rápidamente me paré a abrirla, eran bruscos, así que mi padre se encontraba del otro lado.

—Llevaré a tu madre al doctor, cuidarás de tu hermana, ¿entendido? —asentí sin mirarlo a los ojos, a él no le gustaba que lo hiciera, respondí nerviosa cuando de reojo ví como empezaba a levantar la mano.

—De acuerdo, padre. Les esperaré despierta hasta que vuelvan del doctor. —vi como asentía arrogantemente y posaba su mano en mi hombro. Enderecé mi postura, sintiéndome incómoda de que hubiera contacto físico.

Complaciendo a Papá. EN EDICIÓN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora