—Sí.

La habitación vuelve a quedar en un silencio ensordecer, pesado. Un silencios de esos que se te pegan al cuerpo como una segunda piel y se cuelan en tus huesos con sigilo. Suelto un suspiro, y me dejo caer en una de las sillas frente a él, a juego con el resto del mobiliario. Miro mis uñas, como si hubiera la posibilidad de que cambiase algo en ellas después del escaso lapso de tiempo de un par de minutos.

Siempre he tenido una especie de fijación por las manos. Así en general. Independientemente de si eran hombres o mujeres mi mirada tarde o temprano se posaban en estas. Siempre consideré que estas pueden aportar mucha información, y por no hablar si están tatuadas o cuentan con algún complemento como anillos. También debo admitir que si un hombre es de mi interés, me fijaré en estas con mayor rapidez, incluso mi decisión de si acostarme con él o no, podría depender de estas. Sin ir más lejos las del azabache no estaban, nada, pero nada mal. 

Son grandes, con dedos largos pero no huesudos como suele suceder a veces. Tenía sus uñas recortadas y libres de suciedad. Sabía de primera mano que son ásperas, más sobre mi piel no se sintieron nada desagradables, incluso puedo decir que me agradó aquel contraste. Abarcaron casi todo el lateral de mi rostro. Con la punta de su dedo índice en la zona donde cuello y hombros se encuentran, y su pulgar enterrado entre los mechones junto mi sien. Su palma abarcaba toda mi mejilla y pómulos, y su toque había sido exigente. Había aplicado la fuerza suficiente como para no lastimarme, sin darme la opción de alejarme de él, y al mismo tiempo exigirme correspondencia sin llegar a obligarme. El frío de sus anillos contra mi cuerpo caliente me había erizado la piel. ¿Se los quitaría si me los fuera a meter...?

—Adelante.

Las puertas pesadas y talladas a mano se abrieron a mis espaldas. Me armé de la poca energía que me quedaba para ponerme de pie y recibir a mis padres como se debía. Al igual que Alexander, mi madre mantenía su compostura, aunque no podía decir lo mismo de mi padre.  Ambos nos parecíamos más de lo que a mi madre le había gustado, aunque logró reformarme y moldearme a su antojo con el paso de los años.

—Alexander querido, es bueno verte —le saluda mi madre tomando asiento en la silla junto a la que yo había permanecido sentada—. ¿Cómo llevan la vida marital?

—Relativamente bien —le respondió de manera escueta y educada, tomando asiento frente a ella al otro lado del escritorio en esa imponente silla que solo hacía resaltar su puesto autoritario.

Mi padre me abrazó de manera breve, besando mi cabeza bajo la mirada pesada de los dos restantes que esperaban a que nos acomodemos para sacar a la luz aquel tema que venía posponiendo desde que tengo uso de razón. Su mirada castaña como la mía me miro de arriba abajo, frunciendo el ceño ante las ojeras más suspiró tranquilo al ver que aquello era lo único que estaba fuera de lugar. 

—Ten paciencia, es la clave para aguantar cualquier matrimonio —le aconsejó su padre mientras hacía la silla restante hacia atrás y me indica con la mirada que tome asiento en su lugar. Yo no me quejo, por lo que acepto sin rechistar y me dejo caer sobre ella. 

—Mira quien lo dice —habla entre dientes, más no se molesta en bajar el tono de voz. Si hay algo que mi madre disfruta, es molestar a mi padre cada vez que puede.

—¿Insinúas algo, querida? 

Mi madre alza la mirada, observando la sonrisa ladeada de mi padre y la forma en la que alza su ceja al igual que yo. Ella sonríe de manera inocente más en su mirada se aprecia esa picardía que pone de cabeza a mi padre.

—Por su puesto que no.

—El motivo por el cuál os invitamos aquí no es para pedir consejos matrimoniales —alterno mi mirada entre ambos, aunque es obvio que aquel no era el motivo de su presencia—. Durante nuestra última misión, conocimos a Darek.

AlecWhere stories live. Discover now