Lejos

9 3 0
                                    

Lejos de aquí, a una distancia prudente pero jodidamente dramática, pude ver cómo se avecinaba una fuerte tempestad que azotaría con todo. Estaba ahí, esperando de forma silenciosa y muy caprichosa, dejándose ver, pero sin moverse un solo milímetro, torturando a aquellos que se hacían llamar sus espectadores.

A mí, y a aquellos.

No podía decir con claridad en qué momento fue que se apareció, lo único que podía decir con certeza es que no parecía que fuera a irse lejos del lugar, dejando a aquellos a su alrededor libres de toda tragedia, libre de toda pérdida. Libre de todo dolor.

Sería demasiado fácil si sólo tomara su valija y decidiera que no éramos dignos de presenciar el daño que podría ocasionar con tan sólo levantar su mano, de presenciar el poder ilimitado que poseía. No éramos dignos de su ser. Tal vez hubiera sido mejor que aquella tempestad pensara eso y acabara marchándose.

Pero en lugar de eso, se estaba acomodando en el punto exacto donde se había alojado, sin dejar que nada ni nadie la moviera de allí. Porque era caprichosa, y había decidido que ese lugar era el ideal para que rebosara su ser y existencia.

Antes de que dicha tempestad amenazase nuestras existencias, todo parecía ir casi que, con tranquilidad, y tal vez fue por esa razón que decidió aparecerse y decir:

—¡Que vidas tan miserables son las que ustedes traen, y qué vida tan miserable es la que tú traes!

Parecía, seguramente, estar diciendo eso clavando sus ojos oscuros y perversos en mí, una simple persona que hasta ese momento nunca había tenido una vida que saliera de lo ridículamente ordinario.

Me odiaba.

Sentía repudio por mí y por mi ordinaria existencia.

Se reía en mi cara porque, ahora que ella había llegado, de pronto había decidido hacer de esta vida tan insulsa algo más que solamente ordinaria.

—Ya es tarde.

Pronto me dijo eso. Tal vez ustedes no lo crean, pero así fue.

O quizás es el presagio de la tempestad, que oprime mi cerebro y desconcierta mi percepción de la realidad.

Sí, es muy posible que pueda ser eso, pero aún así estoy completamente seguro de que la escuché diciéndome aquello.

Aunque nadie más lo escuchó, y eso fue algo más que me obligó a poner en tela de juicio mi cordura.

—Aún no es tan tarde, aún puedo hacer algo. Déjame hacer algo.

Se lo rogué. Y de pronto me reí. Y ella no entendía por qué me reía. Creía que era una simple farsa y que no pude retener la carcajada dentro de mí por el simple hecho de que mentir en tal magnitud me parecía un chiste digno de ser felicitado con una estruendosa y caprichosa carcajada.

Y en realidad, me reí porque de pronto estaba rogando, cuando el orgullo brota de cada poro de mi cuerpo.

Era el presagio de la tempestad.

—¿Qué podrías hacer tú, incluso si de pronto decidiera tomarme un pequeño descanso y así, otorgarte algo más de tiempo?

Me cuestionó con recelo y franqueza.

¿Qué podría hacer yo?

¿Qué haría si tuviera algo más de tiempo?

Seguiría teniendo una vida que no iría más allá de lo asquerosamente mundano y ordinario porque simplemente ni una tempestad me lograría sacudir el cuerpo y la mente.

Entonces me burlé de ella y de su incapacidad de lograrme hacerme sentir algo ante su presencia. Porque para mí, su presencia era nula. Sabía que estaba allí, acechándome. La observaba, la escuchaba cuestionándome, y aún así, ni el más terrible de los males, que era ella, lograba hacer que me arrepintiera de tales actos que conlleva mi consciencia en su espalda débil y mal herida.

Y así tenía que ser. No dejaría que ella o cualquier otra tempestad me hiciera cambiar de rumbo, porque ciertamente ya era tarde para eso, porque, aunque de pronto mi mentalidad cambiara y decidiera, por ejemplo, levantarme de esta cama asquerosa y polvorienta, no tendría tiempo siquiera de llegar a la puerta de la habitación porque ella me azotaría contra el suelo, haciendo pedazos mi cuerpo débil y escuálido.

Y entonces me preguntó por qué.

—¿Por qué no te atreves a avanzar, aunque sea hasta la mitad del recorrido que querrías hacer, sabiendo que, efectivamente, te destrozaré contra el suelo hasta que la vida se te escape en pequeñas burbujas y no puedas recuperar el aliento? Hasta que tus órganos se desentiendan de tu cuerpo y se desconecten, porque no te reconocen, no te reconocen como su dueño y te fallarán. Es algo lógico y hasta inevitable, pero ¿por qué resignarse a la idea de morir postrado en esta asquerosa y polvorienta cama sólo porque sabes que no llegarás lejos?

¿Por qué, decía?

Ya debería saberlo.

—Sí, ya lo sé.

Respondió ella antes de que siquiera pudiera mover mis labios.

—Ya lo sé, pero quiero que tú me lo digas, que me digas por qué te resignas a tu destino, y así, al final, tu vida no habrá sido tan miserable y asquerosamente ordinaria, porque por primera vez en tu vida, habrás tenido una prueba de valor.

Miré a lo lejos, evitando todo contacto con la tempestad, o tratando de evitarlo, pero me era imposible. Estaba rodeado, y se estaba acercando.

Fácilmente podía hacer algo de tiempo, ignorando su presencia, y así no tener que responder nada para cuando ella se posicionara sobre mi débil y escuálido cuerpo. Podría evitarlo.

Y sería tan fácil.

Pero podría tener una prueba de valor, por única vez en mi vida, y así, moriría como alguien menos ordinario.

De pronto se me vino a la mente un funeral. Mi funeral, tal vez. No habría mucha gente, y sólo uno o dos llorarían mi partida. Y en la lápida estaría escrito; un hombre ordinario con una vida ordinaria.

Así sería, ¿verdad?

—Y yo sé que no lo quieres, así que te estoy dando una última oportunidad, antes de fundir tu cerebro y exprimir toda la vitalidad que quede en tu cuerpo.

—Sólo déjame morir.

Se lo pedí, cansado.

Claro que iba a morir, pero entonces quería que fuera más rápido, sin tantas pausas ni prolongaciones del dolor y el sufrimiento.

Mi respiración se agitaba. Si extendía mi brazo, podía tocarla. Estaba tan cerca, que me daba miedo.

—Tengo miedo.

Me atreví a contestar finalmente.

—¿A qué le tienes miedo?

—Te tengo miedo a ti.

—¿Le temes a la muerte?

¿Le temo a la muerte?

—Sí. Le tengo miedo a la muerte.

Te temo.

Y pasó de estar lejos, a estar sobre mí, tal como prometió y me aseguró que sería, oprimiendo mi cerebro y exprimiendo mi vitalidad.

En el último segundo sólo pude pensar que tal vez, me volví un hombre un poco menos ordinario con una vida un poco menos ordinaria.

Poemas y otros dolores [√]Where stories live. Discover now