Aquel pintor

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He conocido a Van Gogh una tarde de febrero. En sus ojos se vislumbraba el cielo entero, las galaxias y todos sus misterios. Un pintor excepcional, lleno de alegría y brillo en su mirar; digno aquél sería que pudiese en su océano surcar. Me encontró apagada y en la desdicha inundada, y siendo él un pintor no pudo sino dibujarme esperanzas, pintarme sueños y colorearme ilusiones.

Como buen artista cada día me mostraba un mundo nuevo, todos los mundos por los que él había cruzado y se había enamorado, y con mucha paciencia regó en mí las flores de la vida; con él amé estar viva. Hubiera pedido a todos los dioses si de verdad creyera en ellos que lo dejaran así de por vida, pero indignados con mi descaro no harían más que arrebatarme la alegría.

Mi pequeño Picasso, daría todo lo poco que tengo porque esos colores de los que llenas al mundo entero también llenasen tu propio mundo.

Sin embargo, Caravaggio, no me hubiese imaginado los colores tan oscuros que predominaban en tu día a día sino hasta que toqué la puerta de tu mundo y me abrió una sombra casi irreconocible para mí. Como una vieja conocida, me invitó a su hogar, apenado por el desastre que se abría antes mis ojos que para aquél ser era tan familiar. Todo estaba roto, no había nada en condiciones, todo estaba hecho pedazos. Temía por entrar y sin embargo llegué a ver una silueta al fondo rodeado de todo ese caos. Eras tú, mi Goya, llorando en una esquina en completa soledad.

No podía dejarte allí, en esas condiciones, y entré aún siendo mi propia condena. Cuanto más me encaminaba hacia ti los colores se hacían cada vez más y más oscuros al punto tal que te provocaba una aflicción enorme. ¿Cómo podías vivir así por tanto tiempo? No, eso no es vivir en lo más mínimo, ni siquiera era sobrevivir porque estabas destrozado. Era sufrir la decadencia constante y eterna.

Cuando por fin estaba a un paso de ti todo a nuestro alrededor se hizo completamente negro y entre nosotros no había más que una bruma maligna que nos rodeaba ferozmente amenazando con dejarnos a ambos olvidados. Y aún, me apoyé sobre esos escombros que me herían salvajemente y te tomé entre mis brazos. El color que yo tenía, el mismo color que tú me habías otorgado, ese mismo color con todas mis fuerzas lo esparcí por todo tu cuerpo, por todo mi cuerpo. Así, el negro tan profundo se volvía débil y apenas visible, y aquella sombra cuya simple existencia atormentaba, se dignó a desaparecer para en su lugar llenarse de luz tu mundo entero, tan funesto y siniestro.

Y ahora era tan vivo.

Mi pequeño Matisse, déjame ser aquél pintor que tus días pinte.

Poemas y otros dolores [√]Where stories live. Discover now