Un mar de promesas secas

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¿Sabes? Me molesta mucho cuando alguien promete algo que al final no cumple; lo considero una traición de tamaños monumentales, catastróficos.

Como si lo hicieran a propósito.

Y la verdad es que algunos lo hacen, aunque creo que eso ya lo sabes.

Es decir, te ilusionan prometiéndote algo por el simple —o no tan simple— morbo por verte confiar en ellos y luego ser causantes de tu sufrimiento. Sentir que te tienen en su poder y controlan tus emociones...

Eso no puede ser simple, ¿verdad?

Hay otros, sin embargo, que no están corrompidos por ese morboso sentimiento de control y poder.

Son aquellos que prometen algo estando seguros de que lo cumplirán, pero surge algo inesperado que los obliga a faltar a su palabra.

Y eso es lo peor de todo, ¿sabías? Esos son los peores mentirosos, porque no puedes enojarte con ellos, pues sabes que la vida está llena de cosas inesperadas, incluso más de las que quisiéramos (algo más que está fuera de nuestro control, para variar), y no los podemos culpar por ello.

No deberíamos hacerlo.

Pero los seres humanos tienen la costumbre de siempre buscar culpables ante un desafortunado suceso. Y culpamos a quien sea. A lo que sea.

Menos a nosotros mismos.

Porque... ¿Cuándo somos realmente culpables de nuestras desgracias? Nunca. Porque eso significaría reconocer que nos estamos arruinando, reconocer que somos autodestructivos.

Y eso es una locura... ¿o no?

Prometí no volver a pensarte, no volver a preguntarme qué sería de tu vida y qué estarías haciendo. Prometí...no preguntarme si me estarías extrañando tanto como yo a ti. Prometí no extrañarte.

Prometí no volver a ver por la ventana de mi solitario y silencioso cuarto cómo el sol se iba asomando por las casas del horizonte mientras mis párpados me dolían.

Prometí no descuidarme lo suficiente como para llegar al punto de sentir a mi frágil y pálido cuerpo deshacerse con un simple tacto, agotarse gota a gota.

Suspiro a suspiro.

Prometí no dejar que mi cuerpo se manchará y quedara completamente expuesta, desnuda, sobre ese inmenso rosal tibio que tan bien conocía.

Prometí no hacer nada de eso de nuevo.

Y carajo, detesto a la gente mentirosa.

Detesto a mi propia persona, o al menos, la que aparece reflejada en el sucio y roto espejo de mi cuarto.

¿Esa persona era yo? No era posible. Estaba hecha pedazos desde cada Angulo o rincón del que la observaras.

O tal vez era la negación, una de las etapas por las que pasa una persona que sufre una pérdida.

¿Te había perdido a ti?

¿Me perdí a mí?

¿Por qué no ambas?

Estamos tan acostumbrados a los extremos que simplemente no creemos ni remotamente en la capacidad de estar justo en el medio.

Amor y odio.

Amistad y enemistad.

Bondad y crueldad.

Fe y desconfianza.

Recuerdo y olvido.

Vivo...y muerto...

Tengo tantas promesas marcadas en mi piel tras incontables noches de insomnio. Eso me hace una persona mentirosa. Eso me hace una persona...autodestructiva.

Pero si lo reconoces, deja de ser tan malo, ¿no? Reconocer un problema ya es la mitad del camino para resolverlo. Porque eso significa que puedes arrancar el problema de raíz.

Pero a las personas autodestructivas, esas que están justo en el medio de todo, se quedan a mitad del camino.

Y aquí, una noche más, te apareces como un prófugo en mi memoria, ahogándome con mi propio sufrimiento.

Y no respiro.

Veo salir el sol por el horizonte vasto y vacío. Deseo que me extrañes tanto como lo que te extraño yo a ti, y desearía que este sangriento rosal significara algo para ti.

Mis párpados me duelen.

Mi cabeza está agitada y confusa.

Y mi cuerpo me quema.

Y mi sangre fluye y mancha mi cuerpo.

Y mi infantil voluntad se cae en pedazos.

Después de todo, así somos las personas autodestructivas.

Poemas y otros dolores [√]Where stories live. Discover now