Una bandita cubre el orificio de la bala

12 4 3
                                    

Recibí un ataque repentino de alguien desconocido.
Se ocultaba en el anonimato bajo una capa de humo que lo desembarazaba de cualquier pecado.
Al principio no lo sentí.
Debía ser causa de la adrenalina.
Pero gradualmente, algo en mí comenzó a molestarme.
Algo comenzó a dolerme.
Más y más.
Como un agujero que iba abriéndose paso en mi cuerpo, dejando al expuesto lo que había dentro de mí.
Se sentía como...
Sí. Era como una bala alojada en mi interior.
No le di demasiada importancia a pesar de que la sangre corría y corría sin intenciones de detenerse, y para mantenerlo en un relativo control, coloqué una bandita en el orificio para que dejara de abrirse.
Aunque seguía sangrando.
No pasa nada. Todo está bien.
Todo está bien.
Algún tiempo después, justo cuando empezaba a ignorar el hecho de que había un orificio en mí que en realidad no tuvo la oportunidad de sanar debidamente, volví a sentir otro ataque.
Esta vez, sin embargo, pude divisar a mi atacante.
Tenía intenciones de ocultarse, pero de cualquier modo yo lo observaba con tranquilidad, pero, sobre todo, con curiosidad.
¿Por qué habría de haberme hecho esto? ¿Cuáles eran sus motivos?
Supongo que las personas no tienen un motivo para ser crueles o para hacerle daño a alguien más. Simplemente lo hacen. Porque quieren y porque pueden.
Es tan simple y tan complicado como eso.
Cuando esa persona finalmente me vio sangrando, supongo que habrá pensado que logró su cometido y se marchó, orgulloso de su eficacia, del daño que me había provocado.
Por suerte tenía otra bandita, así que repetí el proceso de la primer herida.
El resultado fue el mismo. Seguía sangrando, pero por lo menos el orificio había dejado de expandirse.
Por el momento.
Pero luego de muchos disparos, de muchas heridas, finalmente me vi parada justo en medio de un tiroteo. Todos apuntaban hacia mí.
Yo era su objetivo. Como si me estuvieran esperando por quién sabe cuánto tiempo.
Y arremetieron contra mí a quema ropa.
Cuando creía que ya se había acabado, volvían a disparar.
Y volvían a disparar.
Y volvían a disparar.
Hasta que no tuvieron con qué más atacarme no se detuvieron.
Hasta que no vieron que no había espacio en mí para otra herida no se detuvieron.
Moribunda, jadeante y en una agónica decadencia, fui cubriendo uno a uno los orificios de las balas.
Pero...
Cuando me di cuenta, ya no me quedaban banditas.
Y el dolor no se detenía.
La sangre no se detenía.
Lo único que pude hacer fue aceptar la decadencia, mientras volvía a retirar las banditas de aquellos orificios que ya había cubierto.
Y la vida se me fue.
Y no hice nada para evitarlo.
No hice nada para recuperarla.

Poemas y otros dolores [√]Kde žijí příběhy. Začni objevovat