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Mis padres no sabían del ataque, tampoco de mis heridas.

Pensé en un lugar donde quemar la ropa estropeada sin que ellos se dieran cuenta.

Parte de mis heridas, que no eran muy profundas, sanaban con lentitud. Las veía con una mueca de desagrado, más por el dolor que seguía incomódame. Creo que incluso veía el resto de mi cuerpo con asco.

Las duchas me ayudan, solo un poco.

El agua caliente retira parte de la sangre que seca en mi piel, y mientras pasaba con cuidado la pastilla de jabón sobre los cortes que se cruzaban en mis brazos, el ardor se hacía presente.

Sé que había sido mala idea no curar las heridas primero antes de bañarme, pero, en verdad me sentía sucia y parte de la esencia del perro, como algo muerto y putrefacto, seguía adherido en mis ropas y mi cuerpo.

Decidí usar ropa holgada creyendo que así podría ocultar mis lesiones.

Traté de no pensar en el incidente.

Fue un rodando fracaso.

Por el minúsculo ruido que escuchaba, me ponía en alerta.

Las noches llegaban y mis pensamientos de una muerte casi segura lo hacían también. Las horas pasaban con una lentitud abrumadora y no me sentía capaz de cerrar los ojos y conciliar el sueño.

Creo incluso que mamá y papá sospechan que algo no anda bien conmigo.

Y prometí que no les diría nada, por ahora.

Cliff y Hanna no me esperaron y fue mejor así, ya que no quería tener una discusión con ellos. Las clases estuvieron entretenidas, desde luego. Los profesores ayudaban con sus clases y yo traté de verme relajada y sin darme cuenta, el día terminó.

Papá me recogió y me llevó a casa.

Durante el almuerzo sacó el tema del trabajo y los días que llegaría tarde. Yo opté por solo asentir y encoger los hombros. No me sentía parte de la conversación y me limité a comer callada.

Una hora después, Hanna me llamó.

—¿Cómo están tus heridas? —preguntó en voz baja.

Recostada en la cama y viendo el techo, respondí:

—Sanando, si es que lo intentan.

Acomodé el teléfono en mi oreja, tratando de escuchar mejor sus palabras que sonaban entrecortadas y distantes.

—Lo siento. Te ayudaría en lo que fuera, pero no soy enfermera o doctora —murmuró Hanna, pero no hubo una chispa de burla en sus palabras—. A lo que me lleva a preguntarte lo siguiente: ¿quieres averiguar qué es lo que está pasando?

Me puse derecha y miré un punto que se perdía en la lejanía.

Una aprensión se formó en mi pecho y no me dejaba respirar correctamente; mis dedos se apretaron con fuerza alrededor del teléfono y enterré las uñas en la palma de mi mano que permanecía libre.

—¿Miranda, sigues ahí?

—Sí, sí. Aquí estoy —mi voz sonaba cansada—. ¿Qué quieres decir con «averiguar»?

—Conozco a alguien que nos podría revelar… ciertas cosas —dijo Hanna.

—¿En serio? ¿Cómo sabemos que él no es un farsante?

—Primero, es mujer y podemos confiar en ella —protestó mi amiga—. Y segundo, porque es como de la familia —concluyó Hanna.

Me mordí los labios para no objetar.

La asíntota del mal [#1] - ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora