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No fui al sepelio de Hunter.

No tuve el valor de hacerlo, en realidad.

Mamá insistió que hiciera lo posible en asistir, incluso Hanna y Cliff, quienes habían sufrido también de la noticia, habían dicho que, de no hacerlo, sería una total falta a la memoria de Hunter y lo que significó para mí.

Quería hacerlo.

Lo deseaba intensamente.

Sin embargo, en el fondo de mi corazón cansado y herido, no me atrevía a salir de mi habitación y encontrarme con el cuerpo inerte de Hunter, descansando eternamente en una caja.

¿Quién sería capaz de enfrentarse a algo así?

Nadie, en absoluto.

Aun así, mamá aseguró que muchos compañeros y todo el personal de la universidad se presentaron al funeral. Esperaban que yo hiciera lo mismo, esperaban que la novia del chico cautivador de la clase estuviera frente a un ataúd, pero por más que lo intenté, mi cuerpo se negaba a responder y echar a andar a la casa de los Armentrout.

Sufría constantes dolores de cabeza y mis ojos estaban secos de tanto llorar.

Aunque me recostaba en la cama, de algún modo terminaba en el suelo, acurrucada en un rincón, sosteniendo el único recuerdo que me quedaba Hunter: su reloj. Lo había visto con él desde que su padre había muerto, nunca dejaba de usarlo y ahora estaba conmigo.

Bonnie, su madre, me lo entregó luego del entierro.

Llamó a la puerta al atardecer, se veía muy pálida y abatida. Los hermanos de Hunter no estaban con ella, al parecer, no quería presenciar lo que sería para ellos un último y doloroso adiós. Y los comprendía perfectamente. 

—Creo que a él le hubiera gustado que tú lo conservaras —me dijo. Su voz sonaba triste y cansada.

—¿Está segura? —le pregunté con melancolía.

—Muy segura. Quédatelo, por favor. Sé que cuidarás bien de él —repuso, forzando una sonrisa.

Se acercó a mí, algo dudosa y me entregó el objeto en las manos. Estaba reluciente, cálido y el ritmo de sus agujas emitía un leve tictac que hacía eco en mi cabeza y viajaba por el resto de mi inestable cuerpo. Conteniendo las lágrimas, sostuve el reloj con cuidado y lo apreté suavemente en mi afligido corazón.

—Gracias, muchas gracias —mi tono era bajo y mis palabras estaban cargadas de impotencia—. Lamento no haber ido… —empecé a decir, y sin previo aviso, me rodeó con sus brazos y me estrechó en su pecho. Podía sentir su respiración agitada y su cuerpo tembloroso.

No me quise mover, porque estaba segura que me derrumbaría en cualquier momento.

Ella lo notó, al parecer.

—No te preocupes, Miranda —acarició mi cabello y añadió—: Sé que es difícil para ti, y lo entiendo. Juntas, a pesar de todo —se separó de mí, tomó mi mano libre y la sostuvo con determinación—, saldremos adelante y lo superaremos.

—Por supuesto —respondí, sorbiendo la nariz.

—Cuídate mucho, Miranda —me pidió, mientras se acercaba a la puerta con intención de marcharse—. Es probable que no nos volvamos a ver, de todos modos, fue un gusto que formaras parte de mi familia. Hasta pronto.

El peso de sus palabras remitió en mí y no pude más: simplemente me encogí entorno a las escaleras y comencé a llorar.

Me dolía… dolía demasiado y no podía soportar aquella carga. 

Hunter fue más que mi novio, más que una persona que se ganó mi amor, mi atención y mi aprecio a lo largo de los años que estuvimos juntos. De hecho, cuando murió, una parte de mi alma lo hizo con él, porque había formado parte de mí y ahora que ha partido, puedo decir que no me reconozco.

No sabía quién era.

Ni lo que hacía aquí.

Solo sabía que Hunter se había ido, para siempre. Y todo su dolor, aquel sufrimiento que lo estaba torturando, se fue también. Y era lo que más odiaba, porque no entendía muy bien las razones por las que lo obligaron a acabar con su vida.

Sucedió muy rápido, en cuestión de días pasó de ser un chico divertido, al cual todos le guardaban un cariño especial, a una persona que no podía más con su propia existencia.

—Tienes que dejarlo ir —me aconsejó mamá—. Tarde o temprano, tendrás que hacerlo.

—¡No! Es que… es que… —negué varias veces con la cabeza, dando vueltas en mi habitación. Me sostuve la cabeza con las dos manos y empecé a sollozar—. No lo entiendo, mamá, en serio no entiendo nada.

—Basta, cariño. Solo te lastimas —susurró ella, aproximándose a mí.

Trató de frenar mi histeria, pero yo me resistía.

—¡Nunca debimos ir a ver el eclipse! —exclamé, a punto de colapsar—. ¡Es mi culpa! Si nos hubiéramos quedado casa, ¡nada de esto hubiera pasado!

Mamá estaba furiosa, eso lo noté cuando me tomó de los brazos con fuerza y me estrujó en su pecho. No me dejaba moverme y ni respirar; su agarre era fuerte y sentía que su cuerpo trataba de reconfortar el mío, brindándome parte de su energía.

—Tú no tuviste la culpa de nada —dijo mamá en voz baja, mientras me mecía—. Además, Hunter, él… era un muchacho que estaba sufriendo. No veía el mundo como los demás. Y tú era una persona especial, sé con certeza que te amó en el último instante —su tono era suave y tranquilo.

Quería creerle, quería creer que Hunter me amaba y por esa razón no quiso hacerme daño…

Era molesto tener un tormento en la cabeza, con una fuerza extraordinaria que me derribaba en momentos inoportunos de mi día a día, y lo peor era que empleaba en mi contra pensamientos buenos y malos; incluso recuerdos felices y amargos, y era inevitable sucumbir ante el abismo que se formaba a mi alrededor.

A pesar de eso, una semana después, aún me costaba admitir que mi chico ideal, al que creí jamás interesarle, estuvo un par de años en mi vida y luego se deslizó de la misma manera que un sueño al despertar.

Era eventual negarme a dejarlo ir.

Pasaba noches enteras escuchando música, ocultando mi llanto, recordando su voz, sus expresiones y ocurrencias que tanta falta me hacían. Incluso llegué al borde de las lágrimas durante una mañana a mitad de la clase y no hice más que salir corriendo sin previo aviso y encerrarme en los baños.

Hanna, como fiel amiga, fue a por mí.

Estuvo varios minutos al otro lado de la puerta, tratando de persuadirme y dejarla entrar. Por más que lo intentaba, sus palabras eran rechazadas por mí, a través de un muro de melancolía que yo misma levanté.

—Déjame ayudarte, por favor —me suplicó; dando ligeros golpes.

—¡Vete, no necesito a nadie! —chillé de regreso.

—Miranda, por favor…

—¡Vete! —repetí, mi voz sonaba rota.

Se quedó en silencio varios segundos, luego de eso, la escuché sollozar.

Me sentía terrible, no porque me estaba presionando, sino porque simplemente quería protegerme y entendía a la perfección sus intenciones. Sin embargo, una horrible sensación en mi pecho me impedía respirar con normalidad.

—Miranda, sé que me necesitas, así como Cliff y yo te hemos necesitado —confesó, mientras la intensidad de sus lamentos disminuían—. Por favor, déjame ayudarte.

Sin pensarlo dos veces, quité el seguro y permití que ingresara.

La asíntota del mal [#1] - ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora