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Tras el desayuno, mamá dejó que subiera a mi habitación, porque nos iríamos pronto y necesitaba darme una ducha antes y arreglarme lo mejor que podía. Sin embargo, lamenté no haber podido quitar la pintura que cubría la puerta.

Supuse que el viaje se atrasaría por mi culpa.

En nuestra trayectoria, papá hizo un par de paradas, como lo sugirió mamá.

Pero, yo jamás salí del auto, únicamente ellos.

De vez en cuando miraba más allá del panorama, sin moverme de mi asiento, apreciando sin entusiasmo el paisaje a través del cristal, sobre todo la carretera principal rezagada que se convertía en un punto opaco y distante en la distancia, rodeado de vegetación prominente y árboles gruesos y frondosos.

Aisladas entre las sinuosas montañas, las nubes se asomaban con timidez, igual de blancas como la espuma del detergente o las olas del mar.

Nos dirigíamos al Este de Hillertown, en medio de un punto muerto y aparentemente deshabitado, conocido como Grisma, demasiado lejos del radar del concurrido y ataviado pueblo, del ruido, el ajetreo y las tragedias.

No sé por qué en mi mente creé una escena donde muchas personas caminaban de un lado a otro en una tranquila mañana de primavera, donde un grupo de niños corría hacia mí, convertidos en una masa descontrolada de pequeñas figuras que se apresuraban a no ser castigadas por llegar tarde a la escuela o un evento importante.

Entre gritos, empujones y carcajadas, me imaginó que pasaban a mi lado, sin siquiera detenerse a mirarme.

Aunque no fuese real, logró sacarme una sonrisa.

En la ciudad, debido a que la visitaba con poca frecuencia, la sensación siempre era diferente.

Miraba con exceso de envidia el lujo y los privilegios que vivían los habitantes de Chestown, la misma ciudad que era el motor de arranque de las otras comunidades aledañas, incluyendo el pueblo Hillertown. «¿Cómo es posible —me preguntaba—, que existiera este encantador lugar sin que yo lo supiera?». No había asesinos. No había muerte. No había peligro. No había inseguridad.

Bueno, tal vez sí existía todo eso, pero me conformaba con saber que parte de mis lazos familiares se encontraban aquí, como también en Towness y otras partes que empezaba a ya no recordar.

Tener que visitarlos era un lío, sin embargo, servía para despejar mi mente de vez en cuando.

Luego de arribar en el apartamento de mi tía Sienna, tuve la oportunidad de conversar a solas con la abuela Blythe. Estábamos en el balcón de su dormitorio, escuchando el murmullo de mis padres y primos siendo amortiguados por las paredes.

—¿En serio hizo tal cosa? —jadeó mi abuela, con los labios temblando ligeramente.

Asentí con la cabeza, llorando.

—Ocurrió en la mañana, yo estaba recibiendo clases cuando nos informaron que Hunter se había quitado la vida.

—Lo lamento tanto, querida —repuso ella, dándome un abrazo.

Sin decir nada más y con los ojos cerrados, enterré mi rostro en su hombro y seguí llorando. No supe si era mi abuela o la habitación en sí, que desprendía un aroma sutil similar a las flores que crecían en el Colegio Bryn mezclado con medicamentos.

Su frágil cuerpo se sacudía, porque me aferraba sin hacerle daño y mis sollozos prácticamente remitían en ella con mucha facilidad.

—Está bien, ahora estoy contigo —susurró en mi oído—. Eres fuerte, determinada y saldrás de esta situación. Y yo te ayudaré en lo que sea, ¿está claro?

La asíntota del mal [#1] - ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora