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Tae terminó de reparar la grúa y se dirigió a la caravana para lavarse las manos llenas de grasa. Mientras tomaba el cepillo de las uñas y el jabón de debajo del fregadero, se obligó a reconocer que Sheba tenía razón. _____ sabía cómo camelar al público y, aunque no había querido admitirlo antes, ya había pensado en incluirla en el número. Su reticencia provenía de lo difícil que sería entrenarla.

Todas las ayudantes con las que había trabajado en el pasado habían sido artistas con experiencia y no les daban miedo los látigos. Pero _____ sentía terror. Si se sobresaltaba cuando no debía...

Ahuyentó ese pensamiento. Podía entrenarla para que no se sobresaltase y permaneciese completamente inmóvil. Su tío lo había entrenado a él y lo había hecho tan bien que incluso cuando la función terminaba y aquel pervertido hijo de puta lo hostigaba por alguna ofensa imaginaria, Tae no había movido ni un solo músculo.

Su mente había recorrido aquel tortuoso camino de su infancia más veces de las que quería recordar y no quería remover aquella mierda otra vez, así que apartó un lado aquellos viejos recuerdos. Había otra ventaja en utilizar a _____ como ayudante, una más importante que el simple hecho de cambiar el número, le daría a él una razón válida para mandarle menos trabajo, una razón contra la que ella no podría discutir.

Aún no podía creer que _____ se hubiera negado a permitir que le facilitara las cosas. Esa mañana Tae había vuelto a insistir, pero algo en la expresión de su esposa lo había hecho desistir. El trabajo era importante para ella; se había dado cuenta de que lo consideraba una especie de prueba de supervivencia.

Pero a pesar de lo que ella pensaba, él no tenía intención de permitir que acabara agotada. Lo supiera o no, actuar en la pista central con él era mucho menos duro que recoger estiércol de elefante. O limpiar jaulas.

Mientras se lavaba las manos y se las secaba con una toalla de papel, recordó lo frágil que la había sentido bajo ellas la noche anterior. La manera de hacer el amor de su esposa había sido tan buena que lo asustaba. No se lo había esperado, nunca se hubiera imaginado que _____ tuviera tantas facetas: inocente y tentadora, infantil e insegura, agresiva y generosa. Había querido conquistarla y protegerla al mismo tiempo, y ahora estaba jodidamente confundido.

Al otro lado del recinto, _____ salió del vagón rojo. A Tae no le agradaría descubrir que había hecho un par de llamadas a larga distancia con su móvil, pero ella estaba más que satisfecha con lo que había aprendido del guardián del zoo de Seúl. El hombre le había sugerido algunos cambios que ella intentaría llevar a cabo: tenía que reajustar la dieta de los animales, darles vitaminas extras y cambiar los horarios de alimentación.

Caminó hacia la caravana, donde había visto dirigirse a su marido unos minutos antes. Al terminar las tareas en la casa de fieras había ido a echarle una mano a Digger, pero el hombre le había dicho con un gruñido que no necesitaba su ayuda, así que _____ había decidido aprovechar esas horas libres para ir a la biblioteca de la localidad. La vio al pasar por el pueblo y quería investigar un poco más sobre los animales. Pero antes tenía que conseguir que Tae le dejara las llaves de la camioneta, cosa que, hasta entonces, no había conseguido.

Cuando ella entró en la caravana, él estaba delante del fregadero lavándose las manos. La atravesó una especie de vértigo absurdo. Tae era demasiado grande para un lugar tan estrecho y _____ pensó que aquella oscura presencia que él poseía parecía mucho más adecuada para vagar por un campo llano del siglo XX que para viajar con un circo itinerante del siglo XXI. Tae se volvió y ella contuvo el aliento ante el impacto de esa mirada color café.

—¿Podrías dejarme las llaves de la camioneta? —dijo _____ cuando recuperó la voz. — Tengo que hacer unos recados.

—¿Vas a ir a comprar tabaco?

Ángel | KTHWhere stories live. Discover now