CAPÍTULO 50 - Entre Trampas y Peligros

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Todo el tiempo que Jesús pasó en Jerusalén durante la fiesta, fue

seguido por espías. Día tras día se probaban nuevas estratagemas para

reducirle al silencio. Los sacerdotes y gobernantes estaban atentos para

entramparle. Se proponían impedir por la violencia que obrase. Pero esto

no era todo. Querían humillar a este rabino galileo delante de la gente.

El primer día de su presencia en la fiesta, los gobernantes habían

acudido a él y le habían preguntado con qué autoridad enseñaba. Querían

apartar de él la atención de la gente y atraerla a la cuestión de su

derecho para enseñar y a su propia importancia y autoridad.

"Mi doctrina no es mía --dijo Jesús,-- sino de aquel que me envió. El

que quisiere hacer su voluntad, conocerá de la doctrina si viene de

Dios, o si yo hablo de mí mismo." Jesús hizo frente a la pregunta de

estos sembradores de sospechas, no contestando la sospecha misma, sino

presentando la verdad vital para la salvación del alma. La percepción y

apreciación de la verdad, dijo, dependen menos de la mente que del

corazón. La verdad debe ser recibida en el alma; exige el homenaje de la

voluntad. Si la verdad pudiese ser sometida a la razón sola, el orgullo

no impediría su recepción. Pero ha de ser recibida por la obra de gracia

en el corazón; y su recepción depende de que se renuncie a todo pecado

revelado por el Espíritu de Dios. Las ventajas del hombre para obtener

el conocimiento de la verdad, por grandes que sean, no le beneficiarán a

menos que el corazón esté abierto para recibir la verdad y renuncie

concienzudamente a toda costumbre y práctica opuestas a sus principios.

A los que así se entregan a Dios, con el honrado deseo de conocer y

hacer su voluntad, se les revela la verdad como poder de Dios para su

salvación. Estos podrán distinguir entre el que habla de parte de Dios y

el que habla meramente de sí mismo. Los fariseos no habían puesto su

voluntad de parte de la voluntad de Dios. No estaban tratando de conocer

la verdad, sino de hallar alguna excusa para evadirla; Cristo demostró

que ésta era la razón por la cual ellos no comprendían su enseñanza.

Dio luego una prueba por la cual podía distinguirse al verdadero maestro

del impostor: "El que habla de sí mismo, su propia gloria busca; mas el

que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero, y no hay en él

injusticia." El que busca su propia gloria habla tan sólo de sí mismo.

El espíritu de exaltación propia delata su origen. Pero Cristo estaba

buscando la gloria de Dios. Pronunciaba las palabras de Dios. Tal era la

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora