Era el último día que Cristo enseñara en el templo. La atención de todos
los que formaban las vastas muchedumbres que se habían reunido en
Jerusalén había sido atraída a él; el pueblo se había congregado en los
atrios del templo, y atento a la contienda que se había desarrollado, no
había perdido una palabra de las que cayeron de los labios de Jesús.
Nunca se había presenciado una escena tal. Allí estaba el joven galileo,
sin honores terrenales ni insignias reales. En derredor de él estaban
los sacerdotes con sus lujosos atavíos, los gobernantes con sus mantos e
insignias que indicaban su posición exaltada, y los escribas teniendo en
las manos los rollos a los cuales se referían con frecuencia. Jesús
estaba serenamente delante de ellos con la dignidad de un rey. Como
investido de la autoridad celestial, miraba sin vacilación a sus
adversarios, que habían rechazado y despreciado sus enseñanzas, y
estaban sedientos de su vida. Le habían asaltado en gran número, pero
sus maquinaciones para entramparle y condenarle habían sido inútiles.
Había hecho frente a un desafío tras otro, presentando la verdad pura y
brillante en contraste con las tinieblas y los errores de los sacerdotes
y fariseos. Había expuesto a estos dirigentes su verdadera condición, y
la retribución que con seguridad se atraerían si persistían en sus malas
acciones. La amonestación había sido dada fielmente. Sin embargo, Cristo
tenía aún otra obra que hacer. Le quedaba todavía un propósito por
cumplir.
El interés del pueblo en Cristo y su obra había aumentado
constantemente. A los circunstantes les encantaba su enseñanza, pero
también los dejaba muy perplejos. Habían respetado a los sacerdotes y
rabinos por su inteligencia y piedad aparente. En todos los asuntos
religiosos, habían prestado siempre obediencia implícita a su autoridad.
Pero ahora veían que estos hombres trataban de desacreditar a Jesús,
maestro cuya virtud y conocimiento se destacaban con mayor brillo a
cada asalto que sufría. Miraban los semblantes agachados de los
sacerdotes y ancianos, y allí veían confusión y derrota. Se maravillaban
de que los sacerdotes no quisieran creer en Jesús, cuando sus enseñanzas
eran tan claras y sencillas. No sabían ellos mismos qué conducta asumir.
Con ávida ansiedad, se fijaban en los movimientos de aquellos cuyos
consejos habían seguido siempre.
En las parábolas que Cristo había pronunciado, era su propósito
amonestar a los sacerdotes e instruir a la gente que estaba dispuesta a
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El deseado de todas las gentes
SpiritualA través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que haya podido pisar nuestro mundo. Este libro está cargado de detalles que te llevarán a vislumbrar la vida de quien es El Deseado de todas l...