CAPÍTULO 67 - Ayes Sobre los Fariseos

436 1 0
                                    

Era el último día que Cristo enseñara en el templo. La atención de todos

los que formaban las vastas muchedumbres que se habían reunido en

Jerusalén había sido atraída a él; el pueblo se había congregado en los

atrios del templo, y atento a la contienda que se había desarrollado, no

había perdido una palabra de las que cayeron de los labios de Jesús.

Nunca se había presenciado una escena tal. Allí estaba el joven galileo,

sin honores terrenales ni insignias reales. En derredor de él estaban

los sacerdotes con sus lujosos atavíos, los gobernantes con sus mantos e

insignias que indicaban su posición exaltada, y los escribas teniendo en

las manos los rollos a los cuales se referían con frecuencia. Jesús

estaba serenamente delante de ellos con la dignidad de un rey. Como

investido de la autoridad celestial, miraba sin vacilación a sus

adversarios, que habían rechazado y despreciado sus enseñanzas, y

estaban sedientos de su vida. Le habían asaltado en gran número, pero

sus maquinaciones para entramparle y condenarle habían sido inútiles.

Había hecho frente a un desafío tras otro, presentando la verdad pura y

brillante en contraste con las tinieblas y los errores de los sacerdotes

y fariseos. Había expuesto a estos dirigentes su verdadera condición, y

la retribución que con seguridad se atraerían si persistían en sus malas

acciones. La amonestación había sido dada fielmente. Sin embargo, Cristo

tenía aún otra obra que hacer. Le quedaba todavía un propósito por

cumplir.

El interés del pueblo en Cristo y su obra había aumentado

constantemente. A los circunstantes les encantaba su enseñanza, pero

también los dejaba muy perplejos. Habían respetado a los sacerdotes y

rabinos por su inteligencia y piedad aparente. En todos los asuntos

religiosos, habían prestado siempre obediencia implícita a su autoridad.

Pero ahora veían que estos hombres trataban de desacreditar a Jesús,

maestro cuya virtud y conocimiento se destacaban con mayor brillo a

cada asalto que sufría. Miraban los semblantes agachados de los

sacerdotes y ancianos, y allí veían confusión y derrota. Se maravillaban

de que los sacerdotes no quisieran creer en Jesús, cuando sus enseñanzas

eran tan claras y sencillas. No sabían ellos mismos qué conducta asumir.

Con ávida ansiedad, se fijaban en los movimientos de aquellos cuyos

consejos habían seguido siempre.

En las parábolas que Cristo había pronunciado, era su propósito

amonestar a los sacerdotes e instruir a la gente que estaba dispuesta a

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora