CAPÍTULO 30 - La Ordenación de los Doce

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"Subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar."

Debajo de los protectores árboles de la ladera de la montaña, pero a corta distancia del mar de Galilea, fueron llamados los doce al apostolado y fue pronunciado el sermón del monte. Los campos y las colinas eran los lugares favoritos de Jesús, y muchas de sus enseñanzas fueron dadas al aire libre más bien que en el templo o en las sinagogas. Ninguna sinagoga podría haber contenido a las muchedumbres que le seguían. Pero no sólo por esto prefería él enseñar en los campos y huertos. Jesús amaba las escenas de la naturaleza. Para él, cada tranquilo retiro era un templo sagrado.

Fue bajo los árboles del Edén donde los primeros moradores de la tierra eligieron su santuario. Allí Cristo se había comunicado con el padre de la humanidad. Cuando fueron desterrados del Paraíso, nuestros primeros padres siguieron adorando en los campos y vergeles, y allí Cristo se encontraba con ellos y les comunicaba el Evangelio de su gracia. Fue Cristo quien habló a Abrahán bajo los robles de Mamre; con Isaac cuando salió a orar en los campos a la hora del crepúsculo; con Jacob en la colina de Betel; con Moisés entre las montañas de Madián; y con el zagal David mientras cuidaba sus rebaños. Era por indicación de Cristo por lo que durante quince siglos el pueblo hebreo había dejado sus hogares durante una semana cada año, y había morado en cabañas formadas con ramas verdes, "gajos con fruto de árbol hermoso, ramos de palmas, y ramas de árboles espesos, y sauces de los arroyos.'

Mientras educaba a sus discípulos, Jesús solía apartarse de la confusión de la ciudad a la tranquilidad de los campos y las colinas, porque estaba más en armonía con las lecciones de abnegación que deseaba enseñarles. Y durante su ministerio se deleitaba en congregar a la gente en derredor suyo bajo los cielos azules, en algún collado hermoso, o en la playa a la ribera del lago. Allí, rodeado por las obras de su propia creación, podía dirigir los pensamientos de sus oyentes de lo artificial a lo natural. En el crecimiento y desarrollo de la naturaleza se revelaban los principios de su reino. Al levantar los hombres los ojos a las colinas de Dios, y contemplar las obras maravillosas de sus manos, podían aprender lecciones preciosas de la verdad divina. La enseñanza de Cristo les era repetida en las cosas de la naturaleza. Así sucede con todos los que salen a los campos con Cristo en su corazón. Se sentirán rodeados por la influencia celestial. Las cosas de la naturaleza repiten las parábolas de nuestro Señor y sus consejos. Por la comunión con Dios en la naturaleza, la mente se eleva y el corazón halla descanso.

Estaba por darse el primer paso en la organización de la iglesia, que después de la partida de Cristo había de ser su representante en la tierra. No tenía ningún santuario costoso a su disposición, pero el Salvador condujo a sus discípulos al lugar de retraimiento que él amaba, y en la mente de ellos los sagrados incidentes de aquel día quedaron para siempre vinculados con la belleza de la montaña, del valle y del mar.

Jesús había llamado a sus discípulos para enviarlos como testigos suyos, para que declararan al mundo lo que habían visto y oído de él. Su cargo era el más importante al cual hubiesen sido llamados alguna vez los seres humanos, y únicamente el de Cristo lo superaba. Habían de ser colaboradores con Dios para la salvación del mundo. Como en el Antiguo Testamento los doce patriarcas se destacan como representantes de Israel, así los doce apóstoles habían de destacarse como representantes de la iglesia evangélica.

El Salvador conocía el carácter de los hombres a quienes había elegido; todas sus debilidades y errores estaban abiertos delante de él; conocía los peligros que tendrían que arrostrar, la responsabilidad que recaería sobre ellos; y su corazón amaba tiernamente a estos elegidos. A solas sobre una montaña, cerca del mar de Galilea, pasó toda la noche en oración por ellos, mientras ellos dormían al pie de la montaña. Al amanecer, los llamó a sí porque tenía algo importante que comunicarles. Estos discípulos habían estado durante algún tiempo asociados con Jesús en su labor activa. Juan y Santiago, Andrés y Pedro, con Felipe, Natanael y Mateo, habían estado más íntimamente relacionados con él que los demás, y habían presenciado mayor número de sus milagros. Pedro, Santiago y Juan tenían una relación más estrecha con él. Estaban casi constantemente con él, presenciando sus milagros y oyendo sus palabras. Juan había penetrado en una intimidad aun mayor con Jesús, de tal manera que se le distingue como aquel a quien Jesús amaba. El Salvador los amaba a todos, pero Juan era el espíritu más receptivo. Era más joven que los demás, y con mayor confianza infantil abría su corazón a Jesús. Así llegó a simpatizar más con el Salvador, y por su medio fueron comunicadas a su pueblo las enseñanzas espirituales más profundas del Salvador.

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora